¿Qué hay detrás del flamenco?

Hace unos días me invitaron a un espectáculo flamenco. Nunca había tenido ocasión. Quizá entreví alguna cosa en muchas de las fiestas de Andalucía, donde he vivido durante años, y a la que me siento muy unido, casi como si fuera mi casa, pues Ceuta es una perla mediterránea muy andaluza. Aunque sea ciudad autónoma, la mayor parte de nuestras tradiciones emanan de cualquiera de las provincias de Andalucía.

El caso es que estuve en este pequeño espectáculo, pequeño por el sitio y las formas pero no por lo grande de sus artistas. Se trata de un bar en Barcelona situado en Llacuna,  número 26, donde todos los viernes un guitarrista y un cantaor o cantaora, como en este caso, y una bailaora se arrancan por seguidillas, soleares, cante jondo, etcétera. Después, al más puro estilo de fiesta improvisada, cualquiera puede cantar y bailar -yo mismo me atreví con unas sevillanas, aunque hacía años que no bailaba y estaba un poco oxidado-, y más tarde alguien pasa la gorra para que los asistentes le den una propinilla a los artistas.

Es un lugar muy auténtico. Tan auténtico como el espectáculo en sí, desnudo de artificios, luces y supercherías para guiris. Simplemente, y no tan simplemente, cante y baile, profundo, arrastrado en esas voces aguardentosas a veces y repletas de matices que te despiertan ecos que te saben a dolor, a honda tristeza, a agresividad, pero también a fiesta, a celebración de la amistad, a amores tormentosos.

Disfruté como no había podido imaginar con la voz de esa cantaora, una voz que me recordó a momentos de mi infancia en mi barrio, donde vivían algunas familias gitanas, como el Tito Juani y la suya, grandes amigos de mi padre, auténticos, comprometidos con su raza y costumbres pero más allá con sus vecinos, fuesen payos o gitanos. Me recordó a la tierra, a las pasiones del ser humano, al sufrimiento, al enamoramiento; el rasgueo de la guitarra era por momentos cuchillas que pulsaban las cuerdas de mis emociones, y otros el pulso de mi sangre latiendo a compases desacostumbrados.

¡Gitana! Eres tú cantar

de palmas, quejíos y lamentos,

también de jarana,

de una luna señora de la madrugá,

eres tú pasión desatada ante una copa de vino,

eres punteo de cuerdas vocales,

silencio cómplice de notas arrastrás.

Me enamoré perdidamente de la bailaora, de sus taconeos, de su regia raza que pisaba el suelo como dueña que era del espacio. Me enamoré de sus ojos negros, rasgados a cuchillo, de su mata de pelo como la noche, de sus rizos salvajes. El embrujo me duró unos minutos, el tiempo que duró el baile que nos tenía a todos absortos, que no acierto a saber cuánto. Mucho. Tal vez nada.

¡Bailaora! Eres tú noche roja,

puñal que rasga las entrañas,

llanto desnudo de las manos,

taconeo en la madera rota.

Eres fuerza, poder, dolor,

pero también sueño, amor y fiesta

en el filo templado de una hoja.

Y así pasó la noche, entre vinos y cervezas, palmas que no todos sabíamos tocar, quejíos difíciles de comprender pero que se instalaban sin posibilidad de rechazarlos. Fue hermoso, interesante, divertido y profundo. Una velada que os aconsejo a todos, pues carga las pilas.