Los disparos del cañón reventaban a unos metros de dónde nos habíamos parapetado. El humo cubría el firmamento sobre nuestras cabezas. Yo estaba aferrado a mi fusil, emparedado entre un automóvil derribado y un muro al que le faltaba la mitad superior a causa de un cañonazo de las fuerzas del hermano líder de la revolución, ¡que maldito líder había resultado! A Mâred lo veía a tiro de piedra. En algún momento del ataque sorteó los tiros de los francotiradores y se adelantó hasta la primera línea defensiva. Hacía calor. Pero no un calor cualquiera, pocos viejos en Trípoli recordarían un sol tan a plomo como el de ese día. El sudor me empapaba las axilas y la entrepierna, no sé si por el miedo o por el maldito calor. Las detonaciones se detuvieron; entonces el silencio resonó en mis oídos. No alcanzo a discernir cómo la ausencia de sonidos puede llegar a ser más ruidosa que los estallidos de los proyectiles. Mâred seguía entre los cascotes. ¡Qué valiente! Él solo se había encargado de una patrulla. No sé de dónde había sacado fuerzas, era poco más que un muchacho. Las explosiones regresaron a nuestro alrededor, debieron recalcular la distancia, pues en esta segunda ocasión retumbaban más cerca.
Y pensar que hace unos días atendía mi tienda en el barrio de Tajura. Si no fuese por esa condenada milicia ya habríamos acabado lo que empezó Mâred. ¿Y quién se lo reconocerá? Nadie, sólo yo conozco la historia. ¡Quién iba a creerle!
Ocurrió hace más o menos un mes. Mâred volvía de la facultad, es un chico listo, primero de la clase en todo y comprometido con su fe; lástima lo de su familia, todos pasados a cuchillo; el comité popular los condenó. Caminaba despreocupado —no tenía nada que temer, todo aquello de la guerra vendría después— hasta que un guardia de Gadafi le requirió la documentación. Mâred portaba siempre sus documentos, en Libia es mejor identificarse con rapidez si uno no quiere caer en un agujero oscuro de problemas. Sacó sus papeles con tranquilidad pero el guardia tenía prisas aquel día y se los arrebató al tiempo que lo empujaba contra una pared desnuda donde otras cuatro personas esperaban su turno para ser cacheados. Las redadas eran habituales.
No era la primera vez que se veía sometido a estas vejaciones. Antes o después todos hemos pasado por ellas. Allí, pegada su cara a la descolorida tapia, sintió el hierro punzante de la vergüenza, más dolorosa aún que el propio dolor físico. Mâred lloraba. Las lágrimas se escurrieron por sus mejillas hasta unirse en el mentón mientras sentía las manos indecorosas del policía reptando por su cuerpo en busca de quién sabe qué objeto prohibido. Miró hacia un lado, un anciano se había orinado. El miedo a la cárcel, a un presidio maloliente, le asediaba en esos escasos segundos de rapiña. Se preguntó si habrían encontrado algo de qué acusarle. Sólo bastaba la foto de su novia para que la porra del policía le arrancara verdugones en los costados. En los últimos meses el terror se había recrudecido. Gadafi pensaría que así nos iba a atar en corto, como así había sido durante decenas de años. El policía agarró de un hombro a Mâred y le obligó a girarse.
— Cien dirhams.
El policía levantaba la palma de la mano. Ese era el precio acordado para aquel día. Cien dirhams por evitar una paliza o la cárcel. Sólo tenía que rebuscar en ese bolsillo secreto que todos llevamos cosido en alguna parte. El dinero es fácilmente voluble en Libia. Mâred no hizo movimiento alguno ni abrió la boca. El guardia se rascaba la cabeza. Le miró a los ojos, no había odio en ellos; hacía su trabajo, el pez grande engulle al pequeño. Mâred lo sabía, debía pagar por su libertad, pero siguió callado. En ese momento, sin saber cómo ni por dónde le había venido, sintió un bofetón que le hizo trastabillar. A todos nos han pegado alguna que otra vez, es el pan nuestro de cada día en Libia. Mâred se palpó la cara y escupió una saliva sanguinolenta. El guardia se reía.
— Cien dirhams.
— No.
Esa palabra, habitual en los labios de los amos, no había sido incluida en el vocabulario del pueblo.
— No— repitió.
El policía se mostró confuso en un primer momento. Luego sacó la porra y la emprendió a palos con Mâred hasta que éste consiguió huir por las callejuelas estrechas del barrio viejo.
Aquel registro fue uno más de los cientos que a diario se llevaban a cabo en las calles de Trípoli. Pero era el primero en el que alguien se oponía, y ese aprendizaje no calló en saco roto. Esa misma tarde un comerciante de la misma calle que presenció el asunto se negó a vender a bajo precio a un soldado; a la mañana siguiente, dos jóvenes se negaron a llevar el velo… Pronto las llamas prendieron en los corazones de aquellos que ansiaban la libertad desde hace mucho.
Y ahora estamos aquí. El calor me suda por la cabeza. Ojalá tuviera un poco de esa agua fresca que vendía en mi tienda. Mâred es un héroe, un héroe anónimo, pero un héroe. Y ahí lo ves, entre cuatro piedras. ¡Qué ganas tengo de que esto termine para sacar su cuerpo y darle justa sepultura!