Romeo arrastraba sus pies por la playa, agotado tras una noche larga de pasiones y alcohol en los burdeles de Verona. Paseaba descuidado, intentando encontrar un sentido al pozo sin fondo que era su vida, con placeres, vicios y deseos sin saciar. El día asomaba por el balcón del horizonte con timidez, descubriendo el variado colorido de los gatos, unos más blancos y otros menos negros. Gozaba de la imagen, la paladeaba. Intentaba con ello borrar la angustia que crecía en su interior, que hacía de él un ser sin freno en sus apetitos y lleno de vacío.
Poeta, músico, artista antes que nada. Romeo se entretenía en inventar palabras encadenadas con ritmos asonantes. Inventaba versos con imposible melodía, cantaba por un amor no vivido y por la esperanza de desvelar su anonimato. Era un amante sin pareja, y por ello se veía obligado a volcar su fe en la musa creadora, esperando que antes o después ésta recompensara su constancia. Sus rasgos eran delicados, su nariz fina, sus ojos almendrados y sus labios apenas marcados; sin embargo, ante el espejo se veía poco agraciado. Anhelaba hallar una mirada que sostuviera la suya con firmeza, regalándole su universo interior.
Paseaba, decía, sin compañía, hastiado de una madrugada de borrachera y carne ajada de prostíbulo. Romeo era un hombre enamorado del amor, concluiría cualquier ser avispado, y así era, pero no encontraba en quien depositar deseo, amistad, pasión, confidencias, todo a un tiempo.
– Romeo, ¿en qué andan vuestros pensamientos?
– Volando, primo. Caminan por las sendas todavía inexploradas del viento.
– ¿En esas estáis? Primo, cómo podéis hallaros enfurruñado en una mañana como ésta. ¿Acaso no veis el sol? ¿Acaso la noche no fue provechosa? Porque, según me han dicho, quitasteis más de un vestido.
– Primo, no seáis deslenguado. La mañana, decís, ¿quizá no es la misma de ayer? ¿No nació igual hace una semana? ¿Mañana no volverá a asomar con los mismos tonos y cantos? Pues si así es, dejad que me solace en mis pensamientos, que me revuelque, si es mi placer, en ellos.
– Andad primo, y dejad vuestras negras nubes en la playa. Vuestro padre, mi tío, nos espera antes de una hora. Llevo buscándoos desde que levantó el día.
– ¿Mi padre? ¿Conocéis el motivo de su llamada? Qué más da. Sea cual sea aquel, mi mente está fatigada. Decidle que mañana le veré.
– No, primo. Ved que mañana es hoy. No haced esperar a vuestro padre. Además, la nueva que guarda para vos os aliviará de vuestros pesares. Creedme.
– Qué nuevas son esas que con tanto secreto me sugerís. No sé de qué habláis, pero vuestras palabras me aprestan a oíros.
– Ah, no. Prometí a vuestra madre que sólo ella os daría a conocer la noticia, y no me haréis faltar a mi juramento. Vuestra madre, mi tía, cortaría mi lengua si osara contradecirla. No nos entretengamos más y volvamos rápido a vuestro palacio; allí conoceréis aquello que os espera.
Todo el mundo iba atareado de allá para acá en la casa de los Montesco. La noticia había llegado esa mañana, y ya estaban todos los criados fregando vajillas, limpiando muebles, sacando trajes, encalando paredes. El caos se había adueñado del palacio y todos entraban y salían en una especie de baile sin sentido. Bajaban cortinas, quitaban manteles, movían copas, trasladaban sillones. Y ante todos, él, Montesco padre, dirigiendo la sintonía para que los acordes estuvieran perfectos.
– Más cortinas, quiero más cortinas. No, fucsias no. Quiero tonos pastel. Mmmm, bien, esas… No, ahí van los candelabros…
– Padre, ¿me habéis mandado llamar?
– Romeo, ¿dónde estabais? Un día le vais a dar un disgusto muy serio a vuestra madre… Lleva horas esperando.
– ¿Esperando qué?
– No, esos trajes no… Buscad los de cuatro botones… Romeo, qué va a ser… Subid a ver a vuestra madre… No, cuántas veces tengo que decirlo… la cubertería será de plata… Andad, subid, que os espera.
– Pero, ¿a qué viene este carnaval?, ¿para qué tantos preparativos?
– Subid a los aposentos de vuestra madre. No os demoréis más… Ah, y ya que subís, decidle que necesito su opinión sobre la mantelería… No, esos cuadros no van allí…
La madre Montesco era una mujer corpulenta y rebosante de carnes. Su criada trataba de que entrara en el vestido, una tarea ardua, cuando llegó Romeo, desconcertado aún ante tanto movimiento.
– Madre, ¿me buscabais?
– Hijo, por fin venís. Tengo una noticia que daros… Por que ¿ese desvergonzado de vuestro primo no habrá sacado a pasear su mísera lengua?
– Estad tranquila, ni mil monedas que le ofrecí tentaron su alma buena. Hablad sin demora. Qué demonios ocurre en esta casa, que todo el mundo parece hoy enajenado.
– Romeo, os ruego cuidéis vuestro lenguaje.
– Disculpad señora. El cansancio me aturde.
– Romeo, mi bello hijo. ¡Qué delgado estáis! Tenéis que comer más.
– Madre, no podréis soltarlo ya.
– Ya va, ya va. Sentaos. ¿Qué edad tenéis?
– ¿Qué edad tengo? ¡Cómo que qué edad tengo! Si ya la sabéis… Pretendéis volverme loco o queréis hacerme sufrir con vuestros interrogantes.
– Sólo pensaba en voz alta. Tenéis 17 años… y bien mozo que estáis, por cierto, y vuestro padre y yo creemos que ya ha llegado la hora de que sentéis la cabeza… Vais a casaros.
– ¿Casarme? ¿Casarme? ¿Casarme… yo?
– ¿No sabéis decir nada más?… ¡Ay, hijo, parecéis bobo! Sí, vais a casaros con una mujer de buena familia, una mujer especialmente elegida para vos, que os dará una excelente descendencia… y con unos padres de sangre noble y bolsa abundante, como conviene a vuestro nombre.
– ……..
– Hijo, ¿no entendéis? Habéis tenido mucha suerte. Decid algo.
La cabeza le daba mil vueltas. Se sentía mareado ante la noticia. ¿Casado? No podía ser. Debería ser una broma. –No, madre no acostumbra a bromear, y menos si se trata de emparentar con un linaje noble–, pensó, aturdido todavía por lo que le deparaba el destino.
– No puede ser. Yo no me puedo casar.
– ¿Qué no os podéis casar? Claro que podéis. Es más, os vais a casar. Es mi última palabra, y no quiero ni una sola objeción… Romeo, hacedlo por vuestro padre, ¿no veis la ilusión que ha volcado en esta boda?
Romeo quedó angustiado, ya con la faz demudada. La madre lo atribuyó a la emoción de la noticia y, restándole importancia, le aconsejó que fuese a sus aposentos a descansar –Hoy tendréis un día muy ajetreado. Andad a acostaros, que se os notan las horas de sueño que no habéis aprovechado – El joven apenas musitó palabra; oía todo lejano, ajeno.
– Esta juventud ama, no mira por su salud. ¿A qué esperáis, Romeo? ¡Marchad!
– Muerto, entendéis. Prefiero mil veces la muerte antes que desposarme. No estoy preparado para tan magno acontecimiento. El amor no se impone.
– No digáis locuras, primo. Vuestra familia está organizando todo. Esta noche será la fiesta de compromiso. Sé que os asusta, pero no temáis, podéis estar satisfechos con la elegida. Su nombre es Julieta, y es la hija mayor de la casa Capuleto, familia muy querida y honrada por vuestros parientes.
– ¿Acaso la conocéis? Obviamente, será una joven maleducada y gorda, con pretensiones de princesa. Y si es guapa, peor. Será una presumida y no tendrá más conversación que sus afeites y sus joyas.
– Os equivocáis, primo. Permitidme deleitaros con su imagen. ¿Habéis visto la luna con su marmórea cara alumbrar a los enamorados en noches de cortas horas? Pues, su semblante brilla con más fuerza y resplandece con mayor suavidad… ¿Notasteis alguna vez el roce de la piel aterciopelada del melocotón apenas arrancado del árbol? Así dicen que es su tacto, un cosquilleo permanente que invita a la caricia continua. ¿Habéis sido despertado por el ruiseñor en tempranas mañanas? Creedme primo, su voz haría palidecer este canto, porque el oírla, en vuestra mente despiertan ecos de risas infantiles y coros de arcángeles, y vuestros sentidos se niegan a despertar a la realidad de su silencio. Y sus ojos… sus ojos, Romeo, son dos esmeraldas, dos brillantes verdes que se adentran en vuestra mirada, dos mares que os inundan y después no quieren volver a su cauce.
– ¿Es inteligente?
– Inteligente decís. Reza en latín, canta en francés, escribe en inglés y entiende el español. Su mente es capaz de calcular números de dos cifras, y lo mismo teoriza sobre Aristóteles que os cose vuestros pantalones. Es ordenada, cariñosa con los niños, firme con los deudores y astuta con los acreedores. Creedme, os lo ruego, mejor partido no encontraréis ni haciéndoos uno a medida.
– Aún así, no la quiero.
– Primo, parecéis un niño… Vuestros padres están haciendo lo que consideran mejor para vos, y deberíais agradecerlo.
Romeo continuó deprimido el resto de la jornada. Sus ojos enrojecían, sus pómulos y labios perdían color, sus manos temblaban; era la viva imagen de la tristeza. La madre Montesco estaba demasiado atareada con la fiesta de esa noche como para notar los cambios en el semblante de su hijo. El padre, igualmente ocupado con los detalles del acontecimiento, no hacía más que dar órdenes y castigar la indolencia de los criados con un voto a Dios de vez en cuando.
El futuro desposado lloraba desconsolado en sus habitaciones, ajeno a los preparativos de su fiesta de compromiso. Miraba sus delicadas manos, prestas siempre a coger la pluma, acariciaba su barbilla puntiaguda y alisaba sus cabellos. Abrió el cajón de su escritorio y sacó varios papeles perfumados. Romeo, pluma y tintero habitualmente preparados, comenzó a escribir. Encabezó la carta: “A quien interese mi llanto”. Luego no se decidía a empezar.
– ¿Cómo puede contarse un dolor tan intenso sin dejar que tus debilidades afloren? ¿Es posible abrir tus carnes sin ser expuesto a la crudeza del mundo? ¿Acaso eres un cobarde o un embustero? Llora tu pena en la soledad de tu retiro. ¡Cielos, cómo ansías una compañía que alivie tu sufrir, que escarbe en tus tormentos! ¡Qué solo puede estar un ser vivo que se sabe muerto! Pese a los gusanos que devoran tus órganos, caminas, respiras, te alimentas.
Eligió cuidadosamente sus ropajes. Se situó frente a la luna del espejo y comenzó su ritual. Aplicó cremas, colores, perfume. Vistió pantalones y blusa clara de seda. Y, por último, eligió una máscara dorada, a juego con su cabello.
Mientras bajaba por las escaleras iba observando despacio el paisaje que se despejaba ante él. Cientos de parejas de distinto colorido bailaban alegremente ocultos bajos sus máscaras. Dos pasos a un lado, cambio de posición, un paso hacia delante, saludo… Los bailarines danzaban al compás. Hombres y mujeres ejecutaban delicados movimientos en el frescor de la noche veraniega y se buscaban entre sí, observados desde arriba por un Romeo asustado.
Quiso el hado que, entre tanto bullicio, el joven acabara posando sus ojos en una desconocida de cabellos rubios y grácil figura. Su faz permanecía oculta por la máscara, pero sus ojos eran sin duda esmeraldas. Conversaron hasta el alba arropados por la complicidad de las familias, caminaron bajo los cerezos, bebieron de la misma copa… La noche cerró su tierno manto sobre ellos, sorprendiéndoles la fría mano de la mañana ante el lago. Desde entonces, Romeo y Julieta fueron uno solo. Se les veía en todas las fiestas, montaban a diario, cazaban a menudo, recorrían sus propiedades, compraban en el mercado…
Qué regocijo para el pueblo llano era ver a los dos jóvenes por los campos, en la ciudad, en la iglesia… Sin embargo, una sombra oscurecía la mirada del joven, que a veces escapaba durante horas sin que nadie conociera su paradero. Los momentos de huída crecían sin que Julieta pudiera evitar la congoja, pero Romeo permanecía mudo ante sus preguntas –Pronto llegará la boda – recordaba la enamorada con la esperanza de que únicamente fueran indecisiones de juventud lo que a su amado preocupaban.
El sacerdote miró a los contrayentes y pronunció las palabras temidas por uno y deseadas por otros – Julieta Capuleto, ¿queréis tomar por esposo a Romeo Montesco? – La sala contenía un silencio despreocupado, sabedor el pueblo de que no podía esperarse otra respuesta a tal pregunta. Julieta dirigió su mirada al joven que, de pie a su lado, la observaba con expectación, como esperando alguna cosa que ella no acertaba a adivinar, y dio el sí quiero con voz trémula.
Un suspiro se escapó entre las filas más alejadas de los bancos. Numerosas cabezas se volvieron, preguntándose de dónde procedía aquel sonido, que no era otra cosa que una queja contenida. Alguien se puso de pie y salió al pasillo central del templo. Dio un único paso, que retumbó en las paredes de la iglesia, y se convirtió en el centro de las miradas.
Criados, comerciantes, escribanos, obreros, en definitiva, el pueblo llano, fue el primero en darse cuenta de quien era, lo que no alcanzaban a comprender es qué quería. Caminó dos pasos más, y ya no hubo un solo asistente que no supiera que algo iba a suceder.
El sacerdote comenzó de nuevo la fórmula –Romeo Montesco, ¿queréis… –, pero se vio interrumpido por la voz, profunda y sin titubeos, del joven que estaba de pie. – Alto, Romeo no puede contraer matrimonio – La sala permaneció muda durante un segundo, para luego explotar en un murmullo ininteligible de voces que se entrecruzaban y crecían hasta, de pronto, cortarse en seco ante la mirada del joven.
Con la respiración contenida, todos esperaban una explicación a este absurdo. Julieta, vuelta el rostro, no lograba entender por qué era interrumpida su boda, e interrogaba con los ojos a su amado. El rostro de Romeo, sin embargo, no expresaba inquietud.
– ¡Romeo no debe contraer nupcias!
– ¿Cómo que no? ¿Quién sois vos para detenerlo? – dijo, contrariado, el patriarca de los Montesco.
– Yo… yo… Soy Mercucho, y he venido para acabar con este desatino. Romeo no debe casarse de ninguna manera.
– Vos queréis morir preso, o ¿acaso estáis loco? Porque si sois un ser cuerdo, cómo osáis entrometeros en esta celebración. ¡Exijo una explicación! ¡Decid o poned rodilla en tierra y disculpaos ante mis invitados!
– Romeo no puede contraer matrimonio con Julieta Capuleto… porque no la ama – El murmullo volvió a prosperar en la iglesia. La madre de la novia se llevó el pañuelo a la frente y cayó desmayada.
Nadie se movió de sus asientos, salvo el padre Capuleto. El templo se mantenía en suspenso. La cara de Julieta palidecía por momentos. Romeo permanecía sosegado, como espectador y no protagonista de la historia que se desplegaba ante sus ojos.
El padre Montesco miró a Romeo – ¿No vais a contradecirle? – le preguntó, agregando inmediatamente – En cualquier caso, nos es indiferente. ¡La boda se celebrará! –
– ¡La boda no puede celebrarse… porque Romeo no ama a Julieta – insistió Mercucho.
Los asistentes volvieron sus miradas a Romeo, que sonrió, se acercó al joven… y le besó en los labios ante el estupor general.