Sé que somos una minoría silenciosa. Personas anónimas que nos encogemos en la cafetería las mañanas de los lunes para evitar a nuestros compañeros de oficina y sus chistosos comentarios sobre el partido del domingo. Bueno, eso era antes. Ahora el fútbol se ve cada día de la semana, y los comentarios sobrevuelan las barras de los bares y los despachos también cada día. Y ante esa mayoría aplastante, desbordante de entusiasmo u odio según su equipo hubiera ganado o no, ante esas miradas decididas, acusadoras, como si realmente este deporte no fuese un deporte sino un modo de vida del que estás obligado a participar, ¿qué hace el pobre iluso que pretende encajar? Callar. Reducirse como un ratoncillo.
El fútbol separa, pero también une. Aquellos que no pertenecemos a la santa hermandad de seguidores de uno u otro estandarte nos encontramos fuera de lugar en cualquier almuerzo de trabajo. Proveedores y clientes entablan relaciones hablando del paradón de Casillas o del gol de Messi. Jefes y subalternos estrechan amistad en torno a conversaciones acerca de la compra de jugadores. Este deporte se ha convertido en un lugar común para la sociedad, del que nos sentimos excluidos quienes no compartimos tal afición. Incluso en las conversaciones más triviales entre dos personas que se acaban de conocer en una fiesta surge la pregunta puñetera: ¿eres del Barça o del Madrid?
El fútbol es el moderno circo romano, el sustitutivo de las justas medievales o, esto más reciente, de los toros.
A veces me gustaría sentirme parte de este todo. No es fácil ser un paria social, un friki. Mi padre fue árbitro de 2ª división e incluso llegó a ser juez de línea (ahora creo que se dice 2º árbitro o algo así) en un par de partidos de 1ª división. Yo nunca pude compartir con él su pasión por el fútbol y por el Real Madrid. Es una pena. Ahora desde una distancia que nunca podré recorrer marcha atrás, pienso que quizá el fútbol nos hubiera hecho empatizar más al uno con el otro. No nos llevamos mal. Pero creo que nunca nos comprendimos del todo.
Cuando él acompañaba a un grupo de niños de mi barrio al partido de turno, yo me encerraba dentro de un libro, buscando en otros mundos quizá la conexión que no encontraba con éste.
Cuando descubro en los ojos de familiares y amigos la pasión que muestran al ver o hablar de su equipo, cuando encuentro esa emoción visceral de quienes participan en comunión de la visión de un partido de fútbol, pienso que por un momento, quizá sólo por un momento, desearía comulgar con esta nueva religión y sentirme parte de la masa eufórica.
Pero no me gusta el fútbol. Me aburre. Comprendo que, como dice el escritor Juan Tallón, no sólo son 22 hombres en calzones pegando patadas a un balón. Pero yo es que sólo veo eso.
Y ahora toca el Barça-Madrid. El culmen, el apogeo. Si un lunes por la mañana normal no puedes escapar de la conversación sobre el partido el domingo anterior, el próximo lunes será un asedio total.
Tengo una imaginación desbordante, pero lamentablemente no visualizo un mundo en el que el lunes por la mañana alguien me pregunte en la cafetería por el libro he leído este fin de semana, acerca de la última película de Woody Allen, si soy de García Márquez o de Vargas Llosa, o si prefiero a Shakespeare o a Marlowe.
El próximo lunes nos vemos en las cafeterías para hablar del Barça-Madrid.
Pues a mí tampoco me gusta el fútbol, pero me siento orgulloso de ello. Me satisface profundamente sentirme diferente de la masa y me vanaglorio de no saber qué trascendentales partidos se juegan en esos días en que todo el mundo está pendiente del televisor.
Mi padre era un gran aficionado a verlo y a mi hijo le encanta jugarlo, así que la cosa no parece ser hereditaria.
Saludos.
Me alegro de no ser el único. Gracias por compartirlo.