Se soltaron de las manos. Ella huyó. Él quedó atrapado en sus remordimientos mientras decenas de miradas le escudriñaban. El cielo se había desplomado y ya no quedaba mucho más que las tramoyas, enclenques, amarillentas, tomando conciencia de su existencia y, por ende, refrendando que lo anterior había sido un juego ilusorio. El armazón sobre el que la relación se había sustentado había caído por el peso de lo real, lo sólido, y dejaba al descubierto la nada, el vacío asfixiante que subsiste entre un paso y el siguiente. Aunque parezca la misma historia repetida miles de veces, millones tal vez, el principio se hallaba en una mirada.
Hacía pocas semanas que trabajaban juntos, sin embargo él jamás había notado siquiera su presencia; la veía como se mira el cristal de la ventana, sin verlo, desenfocado ante la imagen de la calle. Para ella había sido distinto, cuando él entraba las habitaciones se vaciaban, mutaban en receptáculos creados con la única finalidad de acogerlo y mostrárselo. Se le metía por la nariz, un contacto casual era una descarga, su voz la mantenía en tensión, a la espera.
El caminar de ambos discurría por parajes distintos y hubiera continuado así de no ser por aquel encuentro en zona de nadie, lejos del calor de las brasas protectoras de la oficina. Él bajó por las escaleras; alguien quiso presentarles, pero ella ya lo conocía y él recordaba su cara vagamente. El viaje fue una sucesión de palabras ininterrumpidas, encadenando conversaciones, tropezándose las frases del uno con las de la otra, arrancando sonrisas blancas, puras, ante lo que no parecía ser más que un coqueteo. Sólo había dos voces, dos sonidos que nadaban sobre el murmullo ininteligible del resto de compañeros, quienes creían participar del mismo diálogo pese a no hablar el idioma.
La carretera, como el río, no es la misma nunca. Los kilómetros pasan, te atraviesan, sin que apenas percibas cambio alguno, pero el tiempo se dilata, varía las percepciones y crea vínculos que consideras serán eternos; el viaje se convierte en un compartimento estanco que sólo puede entender aquel que participa del camino y del instante. Sin embargo, éste alcanzó mayor significado para ellos cuando encontraron un doble fondo donde parapetarse, aun compartiendo con el grupo de viajeros un único espacio, a veces enorme a veces ridículamente pequeño. Las palabras brotaban de su garganta enlazando silencios que eran más audibles y poseían más sentido que cualquier discurso, y él se agarraba a ellos sin pudor, regodeándose, revolcándose en la ausencia de sonidos para contemplar descaradamente sus ojos claros, ojos que también hablaban, que también se perdían, que también buscaban.
Llegaron a su destino sin definir el juego que traían entre manos. Los dobles y triples sentidos del vocabulario no acabaron de centrar el partido y tuvieron que retirarse sin conocer las cartas del tapete, aunque confiaban en que la intuición volcada el uno sobre el otro no hubiera errado; pese a ello, la estrategia desplegada continuaba maquinando en sus mentes. Ella disfrazaba su obsesión por él con una fría apariencia de ejecutiva y él vigilaba para descubrir si alguien le delataría, pero no había peligro, su ávida ansiedad quedaba entonces oculta por el velo de la formalidad. Caminaron juntos, mezclados con el resto, pero aislados y conectados entre sí por el hilo invisible, la tensión de la cercanía ajena. Pensaron que la habitación del hotel sería el refugio necesario para no arrojarse de cabeza a la tentación, pero el destino hacía juegos malabares y les ponía una prueba más para acercar sus pasiones; dos habitaciones unidas para dos cuerpos que no podían rozarse era la pista definitiva para que entendieran que no se debía ir contra el mundo, sino dejarse arrastrar por la corriente hasta alcanzar la primera orilla que les sirviera de cobijo.
A veces uno sabe que las cosas sencillamente van a ocurrir, no las prevé, no las planea, pero sucederán, como la mañana da paso a la tarde y luego ésta es relevada por la noche; las cosas, a veces, ocurren, se hacen presente. En aquella ocasión también. Una pregunta sin malicia, al menos en la superficie, una respuesta pura, quizá cargada de erotismo, prendió fuego a la llama que, sin embargo, no había dejado de arder desde hace horas.
— A lo mejor me aburro y salgo a dar una vuelta– dijo él cuidando el verbo para no tropezar.
–Pues, si acaso, me buscas– completó ella.
El juego estaba descubierto, él dio el paso y ella le acompañó.
No tardarían mucho más tiempo en estar a treinta centímetros de distancia; él llamó a su puerta, ella abrió. Disimularon su turbación con frases atemporales, enlatadas y sacadas a relucir para mantener el tipo sin arriesgar demasiado, pero las palabras se fueron complicando con las miradas, que hablaban más, que decían más. Los ojos les impulsaron, les fueron empujando el uno hacia el otro. Hablaban todavía, pero el sonido era una musiquilla alegre que iba cayendo de sus labios, cada uno más lento que el anterior, más suave, hasta que las frases no eran más que murmullos que arrullaban al bebé que estaba naciendo de la mano de ambos.
El temblor de sus labios en ese primer beso casto dio pronto paso a la humedad de sus lenguas, que horadaban al otro, lo atravesaban, mezclando sus salivas en un torbellino interno que pretendía extraer todo el sabor, vaciarlo de sí para llenarse de él. Las manos no eran adecuadas herramientas para saciar el ansia de deseo acumulado, así que se exploraban con los labios, con la lengua, con la nariz, con la piel pegada a la piel, en un intento de penetrarse por los sentidos, mucho antes de que el miembro del uno irrumpiese en el sexo de la otra. Ella le rechazaba, le embestía y le retenía para volver a empujarle de nuevo. Sus movimientos se producían en un continuo flujo y reflujo de una marea incesante de lívido batallando contra la razón. Él marcaba su territorio, con tímidos avances primero, violentando todos los obstáculos después, en un arrebato que hizo caer botones, cremalleras y corchetes. La buscaba bajo su blusa, apretando sus pechos duros, que había imaginado tersos y firmes, y que ahora podía dibujar con sus dedos. La ropa les molestaba, se constituía en frontera de la cordura, una frontera que rompieron a cuatro manos, con prisas.
He aquí el hombre. He aquí la mujer. Desnudos. No ocultaban nada frente a frente, sólo eran dos animales con la codicia de la carne en los ojos y el jadeo que anticipa la caza. Él quería contemplarla, bajar por la suave curva de sus pechos, detener su mirada en los pezones, marrones, erguidos, resbalar por su vientre plano, recalar en su ombligo y extasiarse con su sexo, que formaba una perfecta uve oscura, húmeda y cálida. Su piel sonrosada brillaba perlada de sudor, se convertía en una pista para sus dedos, que comenzaron a recorrer los carnosos senderos que se le ofrecían. Ella detuvo su aventura con un gesto.
–Espera, dame un segundo; yo también quiero verte.
No era una petición, sino una exigencia, una orden.
–Ponte de pie. Así. Date la vuelta.
Ronroneaba sus palabras como una gata en celo mientras se mordía el labio inferior en una pose que a él le pareció lo más erótico que jamás había visto, y su miembro acabó de alcanzar la plenitud en una perfecta erección.
El nuevo día los encontró sobre la cama. Sus cuerpos extenuados permanecían juntos, acoplados el uno al otro. Aquella noche, la primera, había muerto a manos de las incipientes luces de la mañana, que crecían radiantes ante sus ojos dulcificando la habitación con un baño dorado, místico, quizás mágico. Lo más difícil comienza siempre en ese momento, cuando se retira el velo del sexo, que ofusca la razón, y las horas de interminables caricias dan lugar a las palabras, pero palabras nuevas, nacidas ya con el peso del deseo satisfecho, del temor a la culpabilidad. Él se retiró con cuidado para evitar despertarla. Medía cada movimiento en su afán por permanecer invisible, ejerciendo la presión justa mientras se apoyaba en el colchón para escapar del fuego. Quizás temía su mirada.
–¿Dónde vas tan temprano?
Ella no le iba a dar cuartel.
–Voy a la ducha. Tenemos que desayunar pronto. Recuerda la reunión.
No pretendía herirla, pero la situación se le escapaba. Debía retomar el control de sus acciones, sin embargo balbuceaba más que hablaba.
Y la contempló, con el pelo revuelto sobre los ojos, el hombro derecho desnudo, los labios todavía húmedos y entreabiertos. Por un momento volvió a aquel estado de inconsciencia dirigido por sus bajas pasiones, rebelándose bajo la sábana que anudaba a su cintura. La vio de nuevo como horas atrás, agazapada, a punto de saltar, y se abandonó unos segundos, pero no el tiempo suficiente para olvidar hacia donde debía dirigirse.
–Voy a la ducha– repitió casi como una confirmación para sí mismo.
Después, bajo el frío chorro de agua, comenzó a abrirse la brecha que les separaría y se hizo evidente el dolor. Ella continuó bajo las mantas, refugiada del futuro. Se mantenía suspendida en ese estado de semiconsciencia inherente a la frontera entre el sueño y la vigilia; se sentía liviana, sin la carga de un anhelo oculto por conquistar. Rememoraba cada una de las escenas vividas la noche anterior, deteniéndose en los detalles, recordando las sensaciones. Mientras, él retocaba sus ideas y se vestía.
Salieron juntos, de la mano. Para ella el mundo comenzaba, él debía frenarla.
–No quería herirte, pero estoy casado– le espetó.
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Gracias Beatriz, es un honor viniendo de ti, que de esto sabes un rato. 🙂