Al pasar la barca,
me dijo el barquero:
las niñas bonitas
no pagan dinero…
Las sombras de las ramas del almendro se agitaron tras la ventana. Inés, sentada sobre la cama con los pies a unos centímetros del suelo, había oído la cancioncilla una vez más. Hacía tres noches ya. Se bajó las mangas del camisón para resguardarse de la fría madrugada y puso el dedo gordo de un pie sobre las heladas tablas del piso. Quería despertarse, quería estar completamente despierta. El crujir de la casa la asustó por un instante. Su corazón latía apresurado. Se incorporó sobre su pie derecho y los muelles del viejo colchón de la prima Isabel gimieron al aligerarse de su peso. La luna, apenas un queso a medio devorar, derramaba un halo lechoso sobre los objetos de la habitación. Miró hacia la casita de muñecas. Estaba abierta y las muñecas sentadas delante, con sus ojos de azabache clavados en ella. A sus pies un coche de bomberos con su lucecita intermitente creaba leves destellos rojizos en la pared, ahora sí ahora no. Probó a poner el otro pie en el suelo y acabó de levantarse. Un sudor enfebrecido humedecía su frente.
…al volver la barca
me volvió a decir:
las niñas bonitas
no pagan aquí…
Se acercó hasta la ventana con pasos vacilantes. Todas las noches habían transcurrido igual desde su llegada a casa de tía Marta. A medianoche era despertada por la voz de una niña que cantaba en el jardín, pero al acercarse al cristal la canción se apagaba y en el jardín no había nadie. Como las otras veces, el columpio se balanceaba vacío. El viento lo mecía hacia delante, lo traía y lo volvía a empujar con inquietante regularidad. Inés se puso de puntillas para ver mejor. La luz de la única farola de la calle apenas alcanzaba la fachada de la casa de tía Marta, dejando en penumbra el césped y el columpio colorado de su prima. Alzó la mano hasta el pestillo sin dejar de observar el movimiento oscilante en aquel lugar de juegos, pero no lo descorrió.
…yo no soy bonita
ni lo quiero ser.
Las niñas bonitas
se echan a perder…
En esta ocasión la cancioncilla no se extinguía. Siguió en el aire, vibrando sobre el rumor del viento; alejándose del columpio y penetrando en la casa. Ya no procedía del jardín, ahora la sentía más cerca. Se giró y a través de la rendija de la puerta entornada alcanzó a ver una sombra durante un par de segundos. Risas susurradas. Alguien quería asustarla, ya no le quedaban dudas. Sonrió aliviada al pensar que sólo se trataba del juego morboso de su prima Isabel. Seguro que intentaba devolverle la jugarreta del verano pasado, pero ya eran mayores para eso. Agarró con fuerza la varita mágica del disfraz de hada madrina de su prima y dio un par de pasos hacia la puerta. La broma había llegado demasiado lejos, mañana se lo contaría a tía Marta.
…como soy tan fea
yo lo pagaré.
Arriba la barca
de Santa Isabel.
Inés llevó una mano al pomo de la puerta. El contacto con el metal restallaba en sus dedos como un látigo helado. La canción se apagó y la ausencia de sonidos la detuvo. Aguzaba el oído para intentar descubrir qué ocurría. De pronto oyó en el pasillo una respiración ronca y ruidosa, como la del abuelo cuando lo visitaba en el hospital. La prima seguía con sus bromas, no había otra. Abrió la puerta de par en par y levantó la varita por encima de su cabeza. La fantasmal luna atravesaba la ventana del pasillo y se reflejaba en las tablas del suelo recién encerado. A la tía le desagradaba la suciedad. ¿Cuándo vino el hombre de la cera? Creía que tocaba la semana entrante. Avanzó en la penumbra hasta proyectar su sombra en la ventana que bañaba el piso, pero un nuevo movimiento de la sombra, al otro lado del pasillo, la paralizó. Su respiración forzada le secaba la garganta; tragó saliva y se humedeció los labios. Mañana le diría a la tía, vaya si le diría.
Llegó hasta el final del pasillo, cerrado por la puerta el dormitorio de tía Marta, no había nadie. Una corriente de viento le rozó el cuello y se abrazó a sí misma en un gesto instintivo. Debía regresar a su cuarto. Pensaba en cómo devolvérsela a la prima Isabel. ¿Había sido realmente ella? Al pasar bajo la ventana del pasillo descubrió un lazo azul en el suelo. Sí, era de la prima; no había duda.
Se arrebujó entre las mantas, cerró los ojos haciendo fuerzas y se tapó los oídos. No quería volver a ver sombras ni oír canciones. Luego contó despacio uno, dos, tres…
– ¡Inés! Despierta que llegamos tarde.
La luz dorada del sol alumbraba la habitación de la prima. Bostezó ruidosamente.
– Tía, qué sueño.
– Eres una haragana, has dormido hasta casi mediodía –criticó tía Marta mientras abría las cortinas del todo.
Inés se colocó tras la oreja un mechón de cabello que le colgaba de la frente y sonrió.
– Tía, ¿se ha levantado ya la prima?
Tía Marta se volvió camino de la puerta.
– Anoche me gastó una broma pesada. Me quería asustar, tía; estuvo en mi habitación y creo que salió al jardín a columpiarse.
Tía Marta entreabrió los labios y exhaló una queja. ¿Qué estaría pensando? Después se sentó en la cama y acarició el cabello de Inés.
– Cariño, la prima Isabel no pudo gastarte ninguna broma. Lo sabes bien.
Los ojos de Inés expresaban su confusión.
– Carió, sabes bien que la prima está en el cielo. Se cayó del columpio y se la llevaron los ángeles.
Tía Marta dejó de acariciarla y giró la cabeza hacia la ventana. Sus ojos brillaban.