La entrada a aquel antro permanecía en penumbra. Nadie me exigió la contraseña pero el portero me repasó de arriba abajo con la mirada. Supongo que pretendía averiguar si era poli. La ley seca del Partido Popular nos había arrinconado a los bebedores, como un día la ley antitabaco del PSOE actuó de la misma manera con los fumadores. Le sonreí, al portero, con aquella sonrisa que me había granjeado siempre los favores de las féminas y algún que otro hombre. Y resultó.
Al entornar la puerta para permitirme el acceso, un vaho de humo espeso y caliente me recordó otra época, cuando los bares eran bares y las discotecas, discotecas. También escaparon del local las notas musicales de una banda que actuaba aquella noche. Sin embargo, el ruido del público se mezclaba con el ritmo que imprimían los instrumentos en el escenario, y desde la puerta no podía oírlo bien.
Me guardé la gorra en un bolsillo de la chaqueta y me dirigí a la barra, el único punto luminoso de La Sala. Una joven de escote generoso y sonrisa de atención al cliente me sirvió un magnífico Bombay Saphire. A mi espalda, un apretado grupo bailaba, bebía, hablaba y reía, sobre todo reía. No me fijé tanto en la sonrisa de la camarera como en el escote. Ninguno de los dos estaba a mi alcance, calculé.
El murmullo que había oído desde la puerta se había relajado, perdiendo espacio para la música de la banda que, arriba en el escenario, arrancaba notas a un viejo violonchelo, o quizá contrabajo, y a las voces de dos mujeres y un hombre, que jugaban, se divertían, bromeaban. Cantar no es ninguna broma. Pero ellos parecían divertirse. No vi ningún saxofón, pero no les hacía falta. Ellos mismos imitaban el sonido perfectamente. Eran los O Sister!
Por un momento cerré los ojos para, al abrirlos, descubrir a mi lado a Al Capone. Estaba sentado con sus putitas y sus matones a la derecha del escenario. Detrás, al fondo de la sala, Eddie Murphey jugaba al póker con otros negros. A mi izquierda George Clooney marcaba el ritmo con un pie mientras murmuraba algo al oído de Catherine Z Jones, ataviada con un vestido de flecos y un collar de perlas.
Volví a cerrar los ojos y, al abrirlos de nuevo, oí, como un eco en mi memoria, el sonido de explosiones lejanas, las voces rasgadas de los negros…