El señor Fernández

el señor fernandezLa primera vez que entré en su despacho, mi cuerpo temblaba de arriba a abajo. Mientras le miraba a los ojos, no hacía otra cosa más que recordar las advertencias de los compañeros. Que si es un manipulador, que si un lobo con piel de cordero, que si es un pelota, que si progre por fuera pero capitalista por dentro… Hasta mi anterior jefe, siempre tan positivo con todos, dijo de él que había nacido vago. Pero quien parece que peor llevaba su completa inutilidad era el de Informática. Y, para mi desgracia, sería desde ahora mi superior.

Aquel día estaba muy nervioso. No todos los días comienza uno un nuevo trabajo. “Pase directamente al despacho”, me dijo la secretaria con un hilo de voz tan débil que más que oír, intuí lo que me estaba diciendo.

¿Serían imaginaciones?, me pregunté mientras llamaba a la puerta de quien iba a ser a partir de ahora mi jefe.

–          ¿Señor Fernández?

–          ¡Gómez! Pase, hombre, pase. No se quede ahí como un pasmarote.

Vestía ropa informal, cosa que me sorprendió. Chaqueta marrón de pana, pantalón vaquero y un polo rojo. Todo muy casual, como se dice ahora, lo que contrastaba con el Cartier de oro de su muñeca izquierda, la pluma Montblanc del escritorio, las gafas de sol de Armani que sobresalían del bolsillo superior de su chaqueta, y la bolsa de palos de golf que descansaba junto al perchero.

– Bueno, bueno. Siéntese, hombre. Aquí no nos andamos con etiquetas, como verá.

Al sonreír enseñaba todos los dientes, en una mueca que pretendía ser cálida, pero que parecía ensayada.

– Me han hablado muy bien de usted en la oficina de Castellana. Parece que le tienen en gran estima­­, amigo Gómez –Esto último lo comentó más como una reflexión que otra cosa, mientras tecleaba en su ordenador-. ¡Maldita sea, otra vez este cacharro!

Para mi sorpresa, golpeó el teclado con furia. Fue un movimiento fugaz, apenas dos segundos. Luego, me miró como si acabara de recordar que yo estaba allí, se recompuso y volvió a sonreír.

– Perdóneme, se lo ruego. Pero estos cacharros me ponen a mil.

Yo asentí como si compartiera con él sus sentimientos. Eso le debió de bastar, porque centró de nuevo su atención en el portátil y cogió el teléfono.

– Paloma, pásame con ese inútil de Óscar.

Mientras esperábamos a ese tal Óscar, me dijo que me habían trasladado en un momento difícil.

– Ya sabe: la crisis. Lo digo por lo del sueldo. Sé que con este destino esperaba un aumento, pero… -El timbre del teléfono le interrumpió-. Sí. Óscar, otra vez se me ha bloqueado. Siempre igual. No. Yo que sé. No, no lo he reiniciado. No, no lo voy a hacer. Que no, digo. Que vengas tú y lo arregles.

Colgó y me miró con el ceño fruncido y los labios apretados.

–          ¿De qué hablábamos?

–          De mi sueldo, señor. Yo confiaba en que…

– Sí, ya sé lo que esperaba ­–Se levantó y volvió a sonreír de la misma manera que cuando entré en su despacho-. Pero ya le digo que no es el momento. Yo mismo he dado ejemplo y me he reducido el salario. Claro que es un porcentaje simbólico: una persona de mi nivel no puede, ya me entiende; pero sirve para mostrar el camino a seguir. Soy un hombre de principios, y en estos tiempos, sobre todo gobernando los míos, yo tenía que dar ejemplo. Claro que sí, amigo Gómez, hay que ser consecuentes con lo que uno es. ¿Y usted?

La pregunta sonó como un disparo.

–          ¿Yo?

–          Si, usted. ¿Usted es consecuente?

–          Yo, yo. Sí, claro.

– Entonces estamos de acuerdo. No hay más que hablar. Mañana se incorpora a su nuevo puesto de trabajo. Mi secretaria le dará los detalles.

Volví a asentir. Y cuando me disponía a levantarme, sonó de nuevo el teléfono. Era el director general.

– Sí, señor director. Cómo no. El lunes lo tendrá en su mesa. Si hace falta trabajo todo el fin de semana. Recuerdos a su señora. Sí. Adiós, adiós.

Asistí mudo a la conversación y, al terminar ésta, me levanté dispuesto a marcharme.

– No se vaya usted aún -Su sonrisa nuevamente me rodeó-. Siéntese, hombre. ¿Ha oído? Era el director general. Somos uña y carne. Sí, sí. Un día de estos vamos juntos a jugar al golf. Lo que yo le diga.

Asentí mecánicamente, esforzándome en encontrar algo que pudiera decirle. Pero no se me ocurría nada.

– Me ha pedido que le elabore un informe sobre los costes de la empresa para el lunes. Claro que esto no se le puede pedir a cualquiera. Sólo a mí, que soy su mano derecha.

No tenía ni idea de a dónde quería ir a parar. Hablaba y hablaba, sonriendo todo el  rato. Y yo, aferrado a mi maletín, continuaba asintiendo sin saber por qué.

– Creo que usted y yo nos vamos a entender. Sí, podría ser también mi mano derecha. ¿Le parece bien?

¿Qué debía responderle? No tenía opciones.

– Sí – dije con el mismo hilo de voz con que me recibió su secretaria, el mismo hilo de voz que había oído a la recepcionista, el mismo hilo de voz que fluía de los altavoces, sobre las mesas, en los ascensores, por las escaleras, e inundaba el aire por completo.

– Sí, por supuesto- repetí.

– Muchas gracias, amigo Gómez. Pídale todos los datos a mi secretaria para el informe de costes. Cuando lo termine, a lo más tardar el domingo por la tarde, llévemelo a casa. Mi secretaria le dará la dirección.