Estaba nervioso, más de lo que había estado en cualquiera de mis presentaciones. El corazón me latía deprisa, deprisa. Javier sostenía su móvil con la cámara encendida mientras me miraba sonriendo, y yo no dejaba de hablar. ¿Saldrá enseguida? ¿Se irá por esta puerta? Una veintena de personas aguardaba a mi alrededor, pronto se unieron más, hasta casi los cincuenta. Todos esperábamos ansiosos para verlo a él.
Nunca había sentido esa sensación de fan deseando conocer a su ídolo. ¿Por qué me encontraba yo esperando a verle, a estar cerca de él unos segundos? ¿Qué me aportaba aquello? Es algo irracional, un sentimiento que no podemos definir. Sientes a esa persona como un amigo, le tienes cariño porque lo has visto una y otra vez en sus películas, porque les has encontrado en sus ojos, en ese secreto que guarda en sus ojos que te hace confiar en él. ¡Es absurdo! Pero a la vez tierno.
Y allí estaba él, saliendo por la puerta, rodeado de seguidores que se lo comían, que no le dejaban pasar, que solo querían una palabra, una mirada, una sonrisa y una foto. Y él, paciente, amable, cariñoso incluso, atendía a cada uno, posaba, agradecía las muestras de cariño. A medio metro, sus ojos eran todavía más poderosos. Como un Paul Newman resucitado, pero más cercano, más entrañable, más de tu mundo.
Y todos nos entregamos a él. En realidad, todos estábamos entregados a él desde hace tiempo, desde que nos engañó con sus Nueve reinas, cuando nos enamoró con El mismo amor, la misma lluvia, cuando nos apasionó en El secreto de sus ojos, o cuando nos angustió en Séptimo. Darín era más Darín que nunca, porque era nuestro Darín. Él lo sabía y se dejaba querer.
Daba igual la obra que acababa de representar. Tanto daba. La obra, en el fondo, concentra muchos lugares comunes, demasiados diría yo, en la confrontación de las relaciones entre un hombre y una mujer. Bergman es magnífico. Pero esta obra en concreto es tan reflejo de todo, que quizá eso le confiere el éxito, pero al mismo tiempo la estereotipa. Un hombre, una mujer, la rutina, el paso de los años, un amor nuevo en la vida de él, el divorcio, la misma historia de siempre. Cruda, a veces dramáticamente cruda. Sin embargo, el mismo drama nos hacía soltar carcajadas. El diálogo mantenía ese delgado equilibrio tan difícil de conseguir entre el drama y la comedia.
La interpretación de Darín, también de Érica Rivas, magnífica. Grandes los dos. A veces llegué a odiar Juan, el personaje de Darín; me parecía ridículo, patético, ignominioso, egoísta. Tal vez humano. El personaje de Rivas, Mariana, resultaba histérica en ocasiones, débil, para luego convertirse en fuerte en un proceso de maduración que debe forzosamente concentrarse en apenas hora y media.
Pero que más da la obra. ¡Darín en el escenario!