Dos días después de su jubilación, el mudo Bob abrió la puerta de la barbería como había hecho cada mañana durante los últimos 40 años. Todo seguía intacto. Bueno, todo no, otro barbero, Jack, usaba ahora sus tijeras y daba conversación a los clientes de toda la vida. El mudo Bob se le quedó mirando. ¿Qué piensa uno cuando se jubila? Dicen que es como volver a tener libertad. Libertad para ir de un lugar a otro, sin horarios, sin ataduras, sin jefes ni clientes. Algunos simplemente se sientan a mirar, y ahí se quedan viendo transcurrir el tiempo. Porque el tiempo es distinto cuando uno se jubila, es como si se detuviera, como si se parase en seco. Claro, hay a quien no hacer nada le relaja, pero a otros les pone nerviosos. Les da por pensar. ¿Y quién está preparado para enfrentarse a sus pensamientos después de tantos años?
Jack le invitó a pasar con un gesto de la mano. El mudo Bob entró y se sentó detrás de la silla de barbero. La clientela le saludaba al entrar, algunos le felicitaban por su reciente jubilación, otros hacían guiños hacia Jack y ponían cara de pocos amigos. Luego se sentaban a esperar su turno o se ponían en manos de Jack o se levantaban acariciándose el mentón recién afeitado.
– Bob, ya es la hora -Las luces amarillentas de las farolas se reflejaban en el cristal de la puerta.
A partir de ese momento, los días transcurrieron así, uno detrás del otro. El mudo Bob sentado tras su silla de barbero, en su vacío silencio, y Jack parloteando mientras cortaba cabellos como si diera mandobles. Menos ayer. Ayer todo cambió. Jack no había abierto para poder dedicarse a sustituir el gastado suelo de la barbería. El local permanecía vacío con la única presencia del mudo Bob, que no faltó a su cita tras la silla de barbero.
– Hoy no tendrías que estar aquí, Bob.
El mudo Bob no hizo movimiento alguno. Como todos los días, seguía mirando la silla de barbero y, más allá de ella, su propia imagen reflejada en el espejo.
– Voy a hacer obras, Bob. Esto se va a poner perdido…
La misma respuesta.
– Como quieras –concluyó Jack tras unos segundos de espera-. Pero procura no estorbar.
El joven barbero se arremangó el batín de trabajo y comenzó a levantar las tablas. El mudo Bob sonrió por primera vez en 35 años y volvió a mirar al espejo, pero ya no le devolvía la misma imagen. Al otro lado un Bob mucho más joven le cortaba al pelo a Mr. Chester Worrington.
– ¿Qué le parece, señor?
– Como siempre, como siempre… –refunfuñó Mr. Worrington- No sé por qué vengo a esta infesta barbería.
– Perdone, yo…
Mr. Worrington lanzó una moneda de 50 centavos al suelo.
– Barbero, cóbrate. No tengo tiempo para memeces.
El mudo Bob, entonces el joven Bob, se acordaba perfectamente de Mr.Worrington, el banquero, el ranchero, el dueño del salón, el alcalde. Recordaba su tacañería, sus malas formas, sus trajes, que costaban el salario de un año de cualquier vaquero, y a Rose, recordaba a Rose, una dulce muchachita que había tenido la desgracia de tener un padre como Mr. Worrington.
– Bob, ¿me traes aquel martillo?
El mudo Bob dudó unos segundos. Luego se levantó y acercó la herramienta a Jack. A medida que el joven barbero avanzaba en su labor, las tablas del suelo iban quedando amontonadas a un lado de la barbería y, en su lugar, aparecían unas desnudas vigas y, más abajo, la tierra amarilla de Nuevo México.
– En un par de horas acabo y nos vamos al salón. Yo invito.
El mudo Bob asintió y volvió a su asiento. En la imagen del espejo, de nuevo Mr. Worrington, esta vez más enfadado que de costumbre.
– De ninguna manera. ¿Me oyes, mequetrefe? De ninguna manera.
– Señor, yo… Si usted quisiera oírme… Verá…
– De ninguna manera –cortó Mr. Worrington-. Ni por encima de mi cadáver. Antes la meto monja.
El joven Bob trató de hacerse oír, pero Mr. Worrington le dio la espalda y soltó una carcajada.
– ¡Qué se habrá creído este barberucho!
Jack prorrumpió en un grito. El mudo Bob sonreía a su imagen en el espejo.
– ¡Bob! ¿Qué diablos…
El joven Bob veía la espalda de Mr. Worrington acercándose a la puerta, y con ella se iban también sus esperanzas. No lo debía permitir. No lo permitiría.
– Bob, ¡esto es un cadáver! ¡Qué demonios…!
Estupendo relato, Ezequiel.
Un saludo.
Gracias. Me alegro de que te guste.