Es la primera vez que me encuentro a este lado de la mesa. Espero estar a la altura. Mejor que cualquier cosa que les pueda decir les servirá, para conocerme como autor, una cita de mi novela.
“A sus cincuenta y siete años, enjuto, con los rasgos marcados, los dedos delicados, los ojos hundidos, la piel renegrida, constituía la imagen devaluada del médico que fue en un tiempo. Su paso por cárceles inmundas, los exilios voluntarios para huir de quienes pretendían esclavizar su ciencia, las horas de trabajo entre pacientes de toda procedencia y las noches en vela dedicadas al estudio le habían trocado en un despojo cansado”.
Este era Avicena a los 57 años de edad, ya a un paso de la muerte.
¿Por qué elegí a Avicena para mi novela?
Avicena –a mi me gusta llamarlo por su nombre árabe, Ibn Sina– fue un adelantado de su tiempo. Uno de los médicos más importantes de la antigüedad, y un gran filósofo y humanista.
Elevó la ciencia a niveles jamás alcanzados hasta aquel momento. Escribió más de 250 libros, de medicina, de filosofía, de astrología…, aunque muchos de ellos no consiguieron llegar hasta nuestros días.
Trescientos años después de su muerte aún usaban sus libros para curar enfermos. Con el empleo de su ciencia, fuimos ampliando nuestra edad media de vida. Aunque no hasta el punto de volvernos inmortales, claro.
Pero Ibn Sina fue mucho más que un médico. Lo que realmente me atrajo de él no fueron sus conocimientos, sino su capacidad de mantenerse íntegro ante los emires a los que sirvió, mientras por otro lado se bebía la vida a tragos.
Esa contradicción de hombre justo y vividor lo hizo entrañablemente humano ante mis ojos.
Y esa misma humanidad le llevó a buscar el conocimiento con una intensidad tal que removió todos los conceptos que hasta entonces existían.
“Libros de papel árabe, rollos de papiro egipcio, bronces cuneiformes babilonios, pergaminos de atirantada piel, tablillas de junco chino. Decenas de miles de ejemplares, quizá centenares de miles, se amontonaban sobre estanterías de blanco abedul a lo largo de las paredes de la sala. Una docena de estudiosos leía o escribía en cuatro mesas dispuestas a un lado de la habitación.
Ibn Sina recorrió con lentitud algunas de las estanterías. Bajo su atenta mirada pasaron obras de Plinio, Séneca, Catón, Cicerón, Al-Farabi, Ibn Isaac, Hipócrates, Galeno, Platón… Al acabar, se arrodilló en mitad de la sala y lloró”.
Y a partir de ahí creó nuevos conceptos y los introdujo en casi tres centenares de libros. ¿Y si una de aquellas obras perdidas irremisiblemente en el tiempo encerrase uno de los hallazgos más importantes de la historia?
Ustedes dirán que es muy atrevido asegurarlo, sin prueba alguna que lo defienda, claro.
La Real Academia nos aclara que una leyenda es una relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos.
¿De dónde surge una leyenda o un mito sino de una pregunta sin respuesta?
Y una de las preguntas que el ser humano se ha hecho desde siempre es si se puede vivir eternamente.
De hecho, el objetivo de muchos de nuestros mitos consiste en hallar la manera más directa de no morir. Ustedes se encuentran una copa que dicen perteneció a Jesucristo, beben de ella y es como si les hubiera tocado la lotería de la salud, pero sin tener que pagar nada.
Tenemos la fuente de la juventud, la ambrosía de los dioses, la piedra filosofal…, incluso algunos creían que podían conseguir la inmortalidad bebiendo la sangre de su prójimo; no sabemos si lo consiguieron, desde luego el prójimo no.
El Manuscrito de Avicena también participa de esa búsqueda. Algunos de sus personajes, quizá los más determinantes, se han contagiado de esa fiebre de querer eternizarse en la vida.
Todos tenemos un manuscrito que buscar, algo que a veces no sabemos muy bien qué es, pero que parece que puede resolverlo todo, la inmortalidad o cualquier otra cosa. Todos anhelamos un manuscrito.
Me he puesto un poco profundo. Tampoco crean que es una novela de altas pretensiones. Mi intención no es hacerles pensar.
Yo, créanme, no pensaba mientras la escribía.
El Manuscrito de Avicena también es una persecución moderna y llena de acción, donde actúan espías nacionales e internacionales y terroristas árabes
El médico Simón Salvatierra deberá cruzar toda Europa para encontrar a su esposa, que ha sido secuestrada por Al Qaeda. Por tanto, no falta una buena dosis de huidas y disparos, como en cualquier thriller del género policiaco.
Uno de mis compañeros en el Ministerio me advirtió que quizá había introducido demasiados elementos, como si hubiera cocinado una paella sin decidirme a hacerla de pescado, carne o verduras, y al final hubiese optado por meter un poco de todo.
Era difícil dejar algo aparte en El Manuscrito de Avicena. Esta novela son en realidad dos. Por un parte la búsqueda en la actualidad del manuscrito, y por otra la propia historia de este manuscrito a través de los tiempos.
¿A ustedes no les ha pasado nunca que les faltaba algo cuando el protagonista de la película hallaba el objeto deseado” A mí sí.
Yo hubiera disfrutado viendo las peripecias que rodearon al santo grial hasta que fue depositado en la cueva donde Indiana Jones lo encuentra. ¿Ustedes no?
Quizá sea un bicho raro. Pero la historia con mayúsculas me gusta. Así que no podía resistir la tentación de hacer un viajecito por Persia y Jerusalén en los albores del segundo milenio, o de visitar el Monasterio de Silos en el siglo XIX.
Espero que ustedes también disfruten con ello.
Yo he disfrutado escribiendo la novela, y también lo he pasado mal. Bien lo sabe mi amigo Germán Ubillos, también escritor. Él me sostenía cuando llegaban las caídas, que las hubo, y me ofrecía palabras de aliento para continuar en los momentos en que hubiera tirado todo por la ventana.
Escribir una novela no es tarea de un día ni de un mes. A veces se tardan años en ver negro sobre blanco una historia que durante todo el tiempo el escritor ha mantenido en su cabeza. Es una cuestión de constancia, pero también de amor a tus personajes.
Dicen que los escritores sufren mucho cuando se enfrentan al vacío de un papel en blanco. Es difícil saber por dónde empezar. Yo, por el contrario, no tuve miedo a lanzarme sin paracaídas al folio. Es más, fui un atrevido y me puse a escribir sin apenas saber a dónde iba a ir a parar la historia.
De hecho, cuando me senté ante el ordenador mi intención era escribir una novela sobre las carreteras dentro de cincuenta años. Deformación profesional.
Germán no ha sido la única persona que me ha sostenido cual muleta durante todo este tiempo. He contado con mi familia. A Lourdes, mi esposa, no puedo decirle otra cosa más que sin ella no hubiera existido esta novela; y a mis hijos, Javier y Paula, debo pedirles perdón, pues las miles de horas que dediqué a El Manuscrito de Avicena de alguna manera se las robé a ellos.
Y a mis compañeros y amigos, gracias. Sé que durante todo este tiempo he sido muy pesado. Sé también que el he venido a hablar de mi libro ha sido una constante en nuestros encuentros. Gracias por soportarme siempre con una sonrisa en los labios.
Para terminar me gustaría decirles una cosa más.
Hoy he cumplido un sueño que comenzó no sé muy bien cuándo. Quizá mientras le robaba los tebeos a mis tíos para luego leerlos bajo las mantas de mi cama, tal vez al comprar mis primeros libros en Círculos de Lectores, allá por los 80.
Hoy abro un capítulo de mi vida largamente deseado. Espero que el primer fruto de este árbol les sepa tan bien como a mi me supo su creación.
Muchas gracias.