Diario del Camino. Día 7.

Hoy el sol nos ha vencido. Caía a plomo, nos azuzaba kilometro a kilometro, nos mordía en brazos y cuello. Y al final nos rindió. Vayamos por parte. Anoche dormimos en Briallos; una sopa de pollo calentita regalo de una alemana, una conversación animada con un joven pintor italiano, una estona de ojos azules y pelo rojo que traía a maltraer a nuestro Javier.

El Camino nos reunió durante unas horas; risas, vino blanco, chocolate, mas vino. Las noches tan enriquecedoras como los días. A la una nos fuimos a la cama con la sensación de que las cosas estaban como debían, que todo funcionaba. Esta mañana partimos bien temprano. Como viene siendo habitual, mi hijo siguió sus propios impulsos y me abandono a mi suerte toda la mañana, cosa que agradecí. El paisaje no difería mucho de los días anteriores, aunque el cansancio acumulado hacia que te fijaras mas en tus pies que en las bordes de la senda. No obstante, la naturaleza se metía en tus ojos, en tus oídos. Es fuerte, tanto que rompe asfalto, se come aceras, destruye muros, el verde recupera terreno a la civilización, no le da respiro. Aquí es donde te das cuenta que el hombre no es nada, y lo poco que es lo consigue a base de muchos esfuerzos; dejas aquí una carretera sin limpiar un par de años y desaparece bajo la hierba.

Caminé con el sonido del agua y mis pensamientos como únicos compañeros, y volví a disfrutar de mi mismo, de mi propio camino. Sin embargo, el sol llegó bien pronto para no abandonarnos ya; nuestro objetivo: Hebron, a 22 km, se alejaba a medida que desde arriba nos picaban y mordían los rayos del sol, hasta que, agotados, nos rendimos en Valga, alcanzando 14 de esos 22 km. Elegimos el albergue publico de esta población y allí nos alojamos exhaustos. Tras nosotros unas portuguesas, luego un italiano, dos portugueses mas y una pareja de españoles, todos vencidos por el sol imponente, que hoy no quería caminantes en el camino. Sin embargo, todo sucede porque tiene que suceder.

El italiano, un carnicero de Turino, fue un descubrimiento; 39 años, todo el arte del mundo en la espalda y una manera de ver el mundo que contagiaba libertad. Este es su sexto año del Camino; ya ha recorrido todos los caminos, hecho miles de fotos y video, conocido miles de personas. Una enciclopedia de experiencias con patas, y además simpático como nadie. Como perlas salían las sentencias del camino; me dijo, todo el mundo entra en el Camino, pero ten cuidado porque el Camino no entra en todo el mundo. Y es verdad. Hace el Camino con 4, 3 kilos; yo debo llevar el doble. Para que mas?, me dice. Si uno vive un mes con 4,3 kilos acaba por darse cuenta de que a partir de ahí el resto de cosas que tiene son superfluas. Tenía razón.

Es mas, tenía tanta razón que sus palabras, unidas a mis pensamientos y a otras palabras oídas en estos días me confirmaron en lo que debía hacer: el Camino es como la vida, hay que vaciar la mochila para poder llenarla. Eso no lo aprendí hoy, pero lo interiorice hoy. Es difícil desprenderse de cosas, verdad? Vamos año a año acumulando, llenando y llenando nuestra mochila sin saber cómo y cuando parar. Yo ya he empezado, y todo comienzo tiene un primer gesto. A mitad de camino, ayer, abrí la mochila y estudie que necesitaba de verdad y qué no me hacía falta; es una elección difícil, es mas fácil, mucho mas, acumular. Nos han enseñado a tener mas, a comprar mas, a vivir con mas. De verdad, me costó elegir, me costó buscar qué podía dejar en el Camino, pero lo hice: papel higiénico fuera, con un rollo para los dos basta; el jarabe del estomago fuera, si lo volvía a necesitar iría al medico; las zapatillas de goma, con una para para los dos suficiente, mi hijo y yo nos turnaríamos a partir de ahora para la ducha.

Así, poco a poco, objeto a objeto, fui desembarazandome de cosas que me pesaban, que me impedían continuar, y al volver a coger la mochila me sentí ligero, acorde con el Camino, libre. Ese fue mi comienzo, cuando el Camino entró en mi. Todos y cada uno de los pasos de estos días me ha llevado a donde estoy: tengo que vaciar mi mochila. Y luego llenarla, pero de lo importante, sólo de lo imprescincible: la risa de mis hijos, la amistad de mis amigos, la cercanía de quienes comparten mis palabras, el amor, la paz, la libertad de sentirte tu mismo, la tranquilidad de no dañar a nadie, la consciencia de tus actos. Lo demás no entra en mi mochila.