Hoy es el último día de este diario que he ido publicando durante mi viaje a Irlanda. Todo llega a su fin. Aunque aún me quedan tres días en la isla esmeralda, estaré en el hotel donde trabaja Javier -de hecho, os escribo desde allí- y serán jornadas de trabajo y descanso. Poco para poder contar.
Han sido seis días intensos y llenos de satisfacciones por las cosas que aprendía, aquello que veía y sobre todo por los buenos momentos pasados en compañía de mi hijo. Alguno ha dicho que lo criticaba mucho. Es cierto. Hay padres que somos muy criticones, quizá porque vemos un potencial en nuestros hijos y queremos sacarlo aunque sea a la fuerza. No es la mejor manera, desde luego. Pero voy a aprovechar para decir que si estos días me he sentido orgulloso de mi hijo y su inglés, idioma en el que me supera ampliamente, hoy además estoy orgulloso por cómo se maneja en el hotel. Pero vamos por partes.
La mañana llegó pronto y fría. Belfast, como ya apunté ayer, es una ciudad poco amigable si la comparamos con Dublín y el sur de Irlanda. Por el frío, sí, pero también por los irlandeses. Parece que en el norte se parecen más a los ingleses, y esto no es un cumplido precisamente.
Nos dirigimos al museo del Titanic. En todo el viaje prácticamente esta ha sido la única sugerencia de Javier en cuanto a visitas se refiere. Y es que, como yo, es un friki del cine, y como tal no podía dejar de estar interesado en el Titanic. También es fan de Juego de Tronos y en los estudios Titanic se graba parte de la serie.
Con sueño y cara de poco amigos, por aquello de que dormir poco no ayuda al equilibrio espiritual, nos presentamos en el museo. Como son las cosas. Javier iba con unas expectativas muy altas y salió decepcionado, y yo, que apenas iba por él, salí bastante satisfecho. Una buena lección para aprender.
El museo es enorme. Tiene varias plantas y es muy moderno. 3D, atracciones que se mueven, sonido, imagen… lo que debe ser hoy en día un museo. El público ya no va a sitios estáticos, necesitamos emociones rápidas e intensas, como los vídeos de Youtube. Y el museo, a mi juicio, es interesante en ese sentido. Poco más que en ese. No esperéis encontrar reliquias del Titanic, más que alguna reproducción, porque aquí de lo que se trata es de explicar cómo se creó el famoso barco y lo que ocurrió pero tratando de integrar al visitante. Sí aprendí que algunas de las escenas más famosas de la película de James Cameron están basadas en hechos reales. Por ejemplo, la escena del orquesta que tocaba mientras se hundía el barco. Pensé, inocente yo, que era una licencia del director. Pues no. Al violinista, supongo que sería uno nada más, pues solo se habla de él, le hicieron héroe en su momento por aquella forma de encarar el naufragio.
También existía Molly, la insumergible Molly, que interpreta magníficamente la estupenda actriz Kathy Bates, o el diseñador del barco, que moría con su creación, etcétera.
Podríamos decir que es recomendable. Y, además, en frente, están los estudios Titanic, donde los fans de Juegos de Tronos podrían tener la suerte de conocer a algunos de sus protagonistas. Javier vio a uno, pero no se hizo una foto porque le daba vergüenza. Porque no estaba yo, porque sino hubiera tenido la foto seguro.
Después iniciamos el viaje de vuelta a Dublín para devolver el coche. Ya tocaba abandonar nuestro brioso corcel, que tan bien nos había servido durante estos días. Una pena. Y nos tomamos un helado, concretamente un smoothies en una pequeña heladería perpendicular a O’Connell Street. Javier dice que son los mejores de Dublín. Debe serlo. Ya os hablé del lugar el primer día.
Nos esperaban dos horas de autobús hacia el Ashley Park, el hotel donde trabaja mi hijo. Un autobús, por cierto, con wifi incorporado, bastante cómodo y muy nuevo. A ver si aprenden nuestras empresas de autobuses. En lugar de criticar a Blablacar, deberían mejorar el servicio que ofrecen a los pasajeros; a lo mejor así no perderían a tantos.
Y llegamos al pequeño hotel rural que ha cobijado a Javier durante seis meses. Ahí es donde el orgullo de padre emergió totalmente. Se trata de un hotel de diez dormitorios junto a un lago y rodeado de cincuenta hectáreas de naturaleza. A mí me recordó al complejo hotelero de Dirty Dancing, pero en pequeño y con la elegancia europea. Estados Unidos tendrá muchas cosas, pero Europa es más elegante.
Recorrimos los jardines, parterres, el bosque, parte del lago, y me fue hablando de los pesados trabajos que realizó para acondicionar la zona junto al jardinero. Mi hijo, que jamás había cogido una herramienta, había transformado todo aquello en algo más habitable. Y hablaba de ello en primera persona del plural: nuestros jardines, nuestros árboles, nuestros…
¡Se puede ser más lindo!
Después le dejé trabajar tranquilo en la cocina mientras yo hacía unas llamadas, y observaba con curiosidad a un señor sentado frente al lago. Era un huésped, como suponía. Lo que no imaginaba es que era español. Ya dije que había muchos en Irlanda, pero no pensé que allí, en este hotel, a una hora de Galway, lejos de los centros turísticos, también atrajera a españoles. Pues sí.
Y aquí se acaba este diario de viaje. No pretendía más que ser un camino para recapitular lo vivido en el día, pero he tenido la enorme suerte de que a algunos de vosotros os ha gustado. Y eso me congratula, pues cada día Javi y yo os sentíamos como un acompañante más en nuestro viaje.
Nos seguimos viendo…