Como era de esperar, el asunto coche de alquiler nos llevó buena parte de la mañana dublinesa. Que me perdonen las agencias de alquiler, pero tened cuidado con lo que os ofrecen por internet, porque en la mayor parte de las ocasiones el precio solo es el monto inicial y cuando llegas a la tienda pensando que qué suerte has tenido con el alquiler del coche, te das en la frente con la realidad más dura: lo barato sale caro. Y aquel precio que un día viste en la pantalla, sentado cómodamente en el sillón de tu casa o en la oficina (sí, muchos la usan para preparar sus vacaciones; hay que admitirlo), y que tanta alegría te proporcionaba, es solo una pequeña pieza a la que añadir extras y extras imposibles de esquivar. En resumen, el segundo día de viaje comenzó con un dolor de estómago producto de la indecencia de la agencia de alquiler.
Después mejoró. Fue divertido averiguar todas las pijotadas que trae el modernísimo coche que nos proporcionaron. Le falta hacernos masajes en la espalda. Lo demás, lo incorpora. Y también fue divertido acostumbrarse a conducir con el volante a la derecha y la palanca de cambios a la izquierda. A veces levantaba la mano derecha buscando pasar a cuarta, y milagrosamente mi mano solo acariciaba el aire. Qué poderosa es la mente humana, si le dices que ahora las marchas están al otro lado, ella lo entiende, pero se empeña una y otra vez en seguir buscando la palanca en el lado equivocado. Lo mismo nos pasa a veces con las personas que no nos convienen: aunque lo sabemos, seguimos buscándolas y tropezando una y otra vez en la misma piedra. Qué poderosa es la mente humana.
El pobre Javier veía asustado cómo yo me pegaba demasiado al lado izquierdo de la carretera, incluso a veces metiéndome en el carril de al lado. Y es que cuando pierdes las referencias habituales de donde siempre han estado las cosas, nos volvemos inseguros y torpes. ¿Por qué, me pregunto, unos países conducen por la izquierda y otros por la derecha? ¿A esta en eso no nos ponemos de acuerdo? Va a ser verdad lo de la Torre de Babel.
Y mientras tanto en Dublín llovía unas gotas finas, como de ducha a alta presión. Al parecer en Irlanda la lluvia es tan fina que no moja, pero, eso sí, empapa. Vaya que si empapa.
Antes de abandonar la capital, nos tomamos unos bocadillos en un establecimiento de comida rápida, el Subway. Para quien no los conozca, son unos minirestaurantes donde sirven unos bocadillos raros. ¿Dónde quedaron los bocadillos de jamón, chorizo o queso de toda la vida? ¿Dónde los pepitos de ternera? Bueno, hay que decir que no estaban mal. Se dejaban comer.
Y comenzó nuestro viaje por esta isla mágica que es Irlanda. El sol salía regularmente y se volvía a esconder con tanta facilidad que diría que se sentía avergonzado. Y yo, con mi coche recién a estrenar, y la música atronando en mis tímpanos (algún día os diré qué música me gusta oír), apretaba el acelerador moderadamente; a veces no tan moderadamente, he de reconocer. Javi hablaba y hablaba en el asiento del copiloto. Me gusta verlo animado. Se le había aguado el carácter con tanta lluvia, tanto cielo nublado y tanto inglés, pero yo le hablo de la siesta, la tortilla y la playa, y los ojos se le iluminan. ¡Cuántos jóvenes españoles habrá ahora mismo por el mundo echando de menos todo lo que han conocido desde pequeños!
En un par de horas nos plantamos en Kilkeny, una ciudad a medio camino de nuestro destino de hoy, y muy conocida en Irlanda. No tanto fuera. Visitamos una abadía llamada la Abadía negra. El nombre en sí mismo ya nos atraía. En mi familia todo lo misterioso y que suene a aventura, nos atrae como la luz a una polilla. Así vamos. Esta abadía la crearon los dominicos por el 1.200 y pico. Fueron los dominicos, que no los dominicanos. Y digo esto porque en mi deficiente inglés, y, todo hay que decir, por la mala traducción de google, acabé por entender que unos monjes dominicanos habían venido a construir la abadía.
Me los imaginaba con sus rastas, fumando sus porritos y oyendo a Bob Marley (o a quien quiera que oyeran en el siglo XIII), mientas construían el edificio. Claro que caí en la cuenta que allá por el 1.200 era difícil que unos dominicanos viniesen a Irlanda a fundar nada, puesto que no había dominicanos ni peruanos ni bolivianos ni norteamericanos; no se había descubierto América. Bueno, supongo que había pero eran indios nativos de la zona que estaban tranquilamente en sus tierras hasta que Colón vino a tocarles las narices. Colón, que no sé si es español, italiano o catalán, pero también los del Mayflower, el general Custer y aquellos que creían que todo el monte es orégano y allá que se fueron, a quedarse con el orégano de los indios.
Me voy por las ramas. Ya me lo decía mi madre: ¡Ezequiel, bájate de ese árbol, que pareces un mono! Siiiiii, mamá, ya me bajo.
Además de la abadía, que tiene unas vidrieras impresionantes, sobre todo la del altar mayor, Kilkeny cuenta con un castillo y muchas iglesias. Pero, yo, que soy de natural raro, me fijé más en una tienda que parecía sacada del callejón Diagon (vuelve el friki) de Harry Potter. Centenares de caramelos y chuches de diferentes sabores en tarros de cristal, tubos de regalíz, chocolates, distintos tipos de bebidas con colorines que parecían sacadas de tubos de ensayo, etcétera… El niño que hay en mí me arrastró hacia la tienda. También mi hijo. Y entre los dos, mi hijo y el niño que se esconde la mayor parte del tiempo entre mis recuerdos más antiguos, se dedicaron a tocar todo, abrir botes, oler caramelos de perfumes imposibles, recordar películas en las que salía esta o aquella marca. Después pagué yo. Pero ellos se divirtieron un buen rato.
La noche llegó en carretera camino de Coachford, un pequeño pueblito al que llegamos atravesando estrechas carreteras, apretujadas por árboles verdes, muy verdes, y muros también color esmeralda (ahora entiendo que este sea el color fetiche de los irlandeses). Los árboles de un lado y el otro de la carreteras se unían a veces unos metros por encima de nuestras cabezas, formando imposibles arcos de frescor.
Mañana será otro día, esperemos que al menos igual de bueno que hoy.