Alguien me dijo en una ocasión que ella no se sentía una cuarentona, sino una cuarentañera. Y yo estoy completamente de acuerdo. ¿Por qué a los veinte somos veinteañeros y a los treinta treintañeros, pero al cumplir los cuarenta se nos llama cuarentones? Me niego. Debemos acuñar dos nuevas palabras: cuarentañero y cincuentañero. Nada de cuarentón o cincuentón en tono peyorativo. No somos viejos ni lo estamos ni lo vamos a estar en mucho tiempo. He dicho. Y expongo esta solemne declaración para explicar a qué viene el título de este diario, no vaya a ser que algún purista apunte que me he equivocado y que la palabra cuarentañero no existe. No, no existe, pero a mí me da la gana utilizarla.
Después de este breve, aunque necesario, inciso, comienza nuestra aventura. La mía y la de mi hijo, por supuesto, pero también la de vosotros, si existís en alguna parte. Los autores más literatos suelen decir que escribir es un acto puro de necesidad, da igual que te lean o no, porque es una acción que imperiosamente debe acometer un escritor, como si la sangre le dejara de fluir si las letras permanecieran ahogadas en el tintero. Bien, en parte podría ser verdad, pero es una solemne tontería, tan solemne y tan tontería como mi anterior declaración. Los autores albergamos en nuestro interior a un exhibicionista. Algunos más, otros menos, y muchos una barbaridad -aquí me incluyo-. Y por ello escribimos la mayoría. Para que nos lean.
Pues bien. Insisto, si hay alguien al otro lado, que se manifieste, como diría una medium. En caso contrario…., bueno, en caso contrario, escribiré igualmente. Porque sí. ¿Por qué no?
Y mi historia comenzó hoy mismo -seguramente ayer para vosotros- al ver llegar a mi hijo a lo largo de O’Connell Street tirando de su maleta, con una barba de leñador y una sonrisa amplia y fresca que agradecí con un largo abrazo, de esos que da igual cuánto duren porque se sienten muy dentro. Y a los pies del monumento a Daniel O’Connell, el libertador de los irlandeses, yo también sentí el aire de libertad e independencia que mi hijo rezumaba. Está sano, es fuerte y se vale por sí mismo. Eso es todo a lo que un padre puede aspirar. Desde su monumento, O’Connell debió mirarnos satisfecho.
Estábamos en Dublín, la capital de Irlanda, la capital de la cerveza, sobre todo la Guinness, y la capital hipercatólica a juzgar por sus numerosas iglesias. Y nos esperaba un día de caminar y conocer. A mí más, pues él ya había tenido la oportunidad. Porque, para quien no lo sepa, mi hijo vive hace seis meses en Irlanda. Se fue de España como muchos, sin un chavo en el bolsillo y con muchas esperanzas, todas las que había perdido en un país que recortaba por todas partes: menos empleos, menos sanidad, menos educación, menos libertades. Recortaba en todo excepto en corrupción, pero de esto siempre existe demasiado.
Después de los besos y abrazos que un padre y un hijo comedidamente intercambian en público -no olvidemos que son hombres-, nos dirigimos a Correos. Yo quería enviar una postal. Sí, acababa de llegar, pero tal y como está Correos en cualquier país, seguramente vuelva a casa yo antes que la postal. En fin. Entre charlas y risas nos dirigimos al edificio de Correos de O’Connell Street, donde años antes, en 1916, unos valientes, hoy héroes, en aquel momento rebeldes, se encerraron para proclamar la República de Irlanda y la secesión de Inglaterra. No lo consiguieron pero se convirtieron en mártires para una causa que a la postre es una realidad. El interior del edificio se parecía más a un banco de los de antes, con señores tras rejas y aire de funcionario cansado.
Los irlandeses son muy amables. En eso se parecen poco a sus vecinos y antiguos colonizadores, los ingleses. En la barra de un bar, en una heladería, en la calle, nunca nos falta una indicación, una sonrisa y un buen deseo incluso. Cuando dicen que son algo así como los latinos del norte no van muy desencaminados.
Tal vez ayude la cerveza, tan presente en todas partes. Y es así realmente. Lo primero que hizo mi hijo fue invitarme a un milkshake -un batido-, y esto me sorprendió por dos motivos: el primero porque el helado se llamaba guinness y sabía a cerveza, y segundo porque fue él quién pagó. ¡Qué gusto que, por fin, un hijo saque la cartera y diga: no, papá, a esto invito yo! Lo miré con orgullo, también por dos cosas: por lo bien que se defendía en inglés y por pagar. A un padre le pone que su hijo sepa más que él y tenga un duro en el bolsillo que no le ha regalado nadie.
Nota curiosa después. Nos encontramos con unas ocho personas que protestaban por los toros en España. Me pareció curioso, tan lejos que están y tan preocupados por la fiesta nacional española. Yo, como estoy de acuerdo -sí, sé que no gustará a muchos mi opinión, pero es mía-, les hice una foto y me acerqué a charlar con uno de ellos en mi deficiente inglés previo a la Logse, aunque ni con esta ley ni con las siguientes el inglés mejoró mucho en España. Ha tenido que ser el hambre el que nos ha espabilado, y ahora es raro que un joven formado no hable inglés.
Y esa no sería la única curiosidad de nuestro primer día en Irlanda, es decir, de mi primer día. Entramos en una tienda y nos dimos de frente con dos tabletas de chocolate Maruja, que para quien no lo sepa, es un chocolate que se fabricaba hace años en mi tierra natal: Ceuta. Pues sí, en Irlanda venden chocolate de Ceuta. Pero no se fuma.
La jornada fue larga. No faltó la visita a la Catedral de San Patricio. Es un edificio gótico precioso, pero sinceramente me gustó más la Catedral de Burgos, la de Mallorca y la de Sevilla, y fuera de nuestras fronteras, la de Notredame, en París. Está bien, pero es pequeña. Como todo en Irlanda, imagino. Eso sí, me gustó una barbaridad que recordasen con un busto y una placa a Jonathan Swift. ¿Qué quién es? Algunos no se habrán hecho la pregunta, pero por si acaso…. ¿Os acordáis de Gulliver y los liliputienses? Sí, este señor escribió sus aventuras.
Pero Swift no es el único ni el más recordado escritor de Dublín. En esta ciudad se venera a los literatos como no he visto en ninguna otra. Oscar Wilde, Samuel Beckett, George Bernard Shaw y James Joyce, entre otros, aparecen por todas partes. En placas, en cuadros, en museos… hasta tienen un día al año llamado Bloomsday, en el que representan por todas partes la obra más famosa de Joyce, Ulises. Y es que los irlandeses parecen que aman sus tradiciones profundamente.
Y se nota en sus pubs y en la música que en casi todos se puede oír. Nosotros estuvimos en uno que nos pareció el famoso Temple Bar, pero que en realidad solo usaba su nombre como parte del propio para atraer a incautos. Sus astutos dueños nos habían engañado. Pero mereció la pena. Un cantante con su guitarra, un violinista y dos bailarinas zapateando, y un par de pintas, nos convencieron de que era el lugar adecuado. La gente coreaba y aplaudía. Me recordó a la posada del Pony pisador de El señor de los anillos -sí, soy un friki, qué le vamos a hacer-.
Y la noche nos regaló una sorpresa. Conocimos a una brasileño y una española que vendían pulseras, collares, pendientes. El brasileño nos obsequió con un collar que dice que nos protegerá, pues posee propiedades mágicas. Buena falta nos hará en este viaje mágico alrededor de Irlanda.
Mañana comienza la verdadera aventura. Alquilamos un coche y atravesaremos el país para conocer sus acantilados, sus castillos, su magia celta, etcétera… Y esto me preocupa, pues en Irlanda se conduce por la izquierda y el volante se encuentra a la derecha. ¡Qué emocionante!