Sí, sé que dije que mi aventura pública en Irlanda ya tocaba a su fin. Pero no podía resistirme a escribir un último capítulo. Y lo he hecho por dos motivos: el primero se debe a que un lector, José Miguel, me invitó a dar un paseo por Dublín el último día de mi estancia, luego os contaré; y segundo, porque es una manera de despedirme de la isla esmeralda y ofreceos mis últimas reflexiones.
Pero comencemos por el principio. Hace cuatro años que publiqué El manuscrito de Avicena, y desde entonces me ha dado muchas, pero que muchas alegrías. Ya lo sabéis algunos de vosotros. Y una de esas alegrías ha sido poder conocer a personas como José Miguel, que en un momento dado, hace varios años, pasó por la Feria del Libro de Madrid y compró mi libro tras mi persistente sugerencia. Ya me conocéis (jeje). Pasado el tiempo lo leyó y todo. Y acabó por enamorarse de los personajes. Nunca supe de este lector, como de muchos otros. Pero esta semana, y al ver por mi blog que yo estaba en Dublín, me envió un mensaje y me dijo que trabaja en la capital irlandesa y que si me apetecía, se tomaba una pinta conmigo y me enseñaba la ciudad.
Y yo nunca digo que no a una pinta, ni tampoco a conocer a lectores. De modo que acepté, y hoy ha sido el día (ayer seguramente para vosotros). Y ha sido un hallazgo, pues este chaval de 33 años es un gran tipo, humilde, tímido, pero de gran corazón. Y, además de todo eso, me contó algo que me hizo sentir que, aunque no hubiera vendido más que el libro que él se llevó, habría merecido la pena. José Miguel me dijo hoy que hacía mucho tiempo que apenas leía; su trabajo, es informático, le obligaba a leerse decenas de manuales y a estar constantemente leyendo en internet, lo que le había apartado de la lectura por placer. Y fue El manuscrito de Avicena quien le trajo al buen camino. Desde entonces, y ya hace tres años, de doce a quince libros caen al año. Que no está nada mal. Me sentí orgulloso. No por mí. Por El manuscrito y por José Miguel, pues ambos se habían encontrado y habían entablado una relación de amistad que había superado el tiempo.
Y después de esta bonita historia, y si quedáis aún algunos leyendo el blog (jeje), os cuento que el día fue fantástico en Dublín. El sol, que raramente asoma por estas tierras, me dio la bienvenida, y de la mano de José Miguel, que me esperaba en la estación de autobuses, pude conocer un bar del East Inner City (O’Neills Pub) donde degusté un fish and chips riquísimo (patatas fritas con pescado empanado; ¡pero esto ya lo sabéis la mayoría!). Y una cerveza roja llamada Smithwick’s menos amarga que la negra de Guinnes, que me gustó muchísimo. Para los que no sois cerveceros, la negra es un salto mortal. Con esta seguro que acertáis.
Nos reímos mucho y también hubo momentos para ponerse serios. Hablamos de lo mal que van las cosas en España y de la situación de jóvenes como él, con talento y experiencia, que no tienen más remedio que escapar de su país para poder ganarse la vida. Su historia es la de muchos, un ERE, despidos a mogollón y le toca sin que haya comprado en esa lotería. Y al paro. Afortunadamente no tardó demasiado en encontrar algo, pero estaba a más de dos mil kilómetros de su Cuenca natal.
Luego me hice una foto con Mollly Malone, una pescadera y prostituta de Dublín protagonista de una canción que se ha convertido en el himno no oficial de esta ciudad. Buscadlo en Youtube, pues es digna de oír. Habitualmente los turistas se hacen esta foto tocando los generosos pechos de la estatua. Pero yo no quise aprovecharme de la pobre Molly y solo le di una suave palmada en salva sea la parte (jeje).
Y no pude ni quise irme de Dublín sin saludar al maestro James Joyce, a quien me veis que estoy imitando. No se enfadó ni nada. Debe ser que vio en mí a un compañero o que está acostumbrado a que los turistas payaseen un poco. No todo va a ser seriedad.
Al final de la tarde, como cerrando el círculo, me encontré con el brasileño que conocimos Javier y yo al comienzo del viaje. Fue agradable. Era como si viese a un viejo amigo, pero que ya no era igual, ni él ni yo. Pues el viaje, todos los viajes, nos cambian un poco. Como Ulises, no el de Joyce sino el de Ítaca, no puedes hacer otra cosa que dejar que las vivencias de ese viaje te vayan reordenando por dentro, te hagan madurar. Y fruto de ese cambio, ya no vuelves como la misma persona. Saludé al vendedor brasileño con el convencimiento de que él, viajero también de la vida, veía en mis ojos que yo era distinto.
Le hablé del collar que me regaló el primer día para protegerme, y le conté que se lo envié a una persona y que esta persona no recibió más que un sobre con tres postales y un boquete por el que alguien de Correos había querido apropiarse de la protección. Y lo había conseguido. Y me miró a los ojos y sonrió.
–La protección llega a quien la necesita. Tú no necesitas protección, eres fuerte.
Yo me sonreí pensando que no me conocía. Y saqué un billete de diez euros y se lo puse en la mano
–Por si acaso –le dije.
Y señalé otro collar. No sé si soy fuerte, pero estaba claro que la vida me lo había puesto otra vez delante por algo, así que volví a coger un collar. Eso sí, esta vez lo llevaré en mano a su destino.
Acabamos la tarde en una iglesia. Bueno, en realidad, no. Era un bar, pero estaba en el recinto de una iglesia. Y es que en Irlanda, a la cerveza hay que santificarla. Y nosotros, lo hicimos, y varias veces.
El día, como decía antes, fue alegre, pero no comenzó de la misma manera la mañana. Me tocaba despedirme de Javier después de 10 días a su lado. Alguien, hace no mucho, me dijo que para que un abrazo sea de los buenos debe durar exactamente seis segundos. No sé cuánto duró el abrazo que nos dimos, pero sí sentí su fuerza y su cariño. Me iba a echar de menos, y yo a él.
Aguanté a duras penas unas lágrimas de emoción y le dije que me sentía orgulloso de él. Un padre no puede hacer otra cosa cuando los hijos vuelan, dejarles marchar y estar siempre atentos por si se caen.
Esperemos que Javi vuele todo lo alto que él quiera.
¡Hasta pronto!