Han pasado cuatro días desde que comencé esta aventura de Irlanda, y el cansancio comienza a notarse. Sobre todo en la espalda, maltrecha ya de tantas horas de conducción por estas carreteras que parecen serpientes entre la maleza. Ya he hablado de ellas en alguna ocasión. Pero hoy os apunto un dato más. No he visto ni una sola vía que no cuente con cambios de rasantes. En Irlanda parece que se limitaron a arrojar asfalto a la tierra, y esta mantiene la forma de suave colina. Si viajáis por este maravilloso país, os encontraréis continuamente con suaves pendientes que ascienden y descienden a voluntad. Casi como una montaña rusa.
Salimos del condado de Kerry bien temprano, y con apenas un croissant en el estómago. En esta ocasión no contamos con un desayuno como el preparado por aquel matrimonio del condado de Cork. Pero sí que disfrutamos la noche anterior de los pubs de Ballybunion, una localidad eminentemente turística con salas de juegos, restaurantes y bares. Como sabéis algunos (y si no lo sabéis, os lo digo), el domingo fue mi cumpleaños, y Javier y yo decidimos celebrarlo tomando unas pintas de cerveza y oyendo música en directo. No existe un bar que no cuente con un solista o un grupo que entone música celta, folk, rock o cualquier otra melodía. Qué país tan cantarín. No en vano el maestro Javier Reverte elegiría Canta Irlanda como título de su libro acerca de esta isla.
Como nota anecdótica, deciros que encontré unas galletas María, aunque en realidad se llaman Marieta. No sé si la marca tiene que ver mucho con Rocío Durcal (Marieta era su nombre real), supongo que no. Pero me hizo gracia comer las mismas galletas que en España, aunque con diferente nombre.
Ayer os hablé de un señor muy desagradable que se enfadó por que fotografié su casa. Hoy quiero salir en defensa de los irlandeses en general. La primera noche que estuve con mi hijo, buscábamos un restaurante que nos habían recomendado en Dublín, y Javier andaba como medio perdido. A veces ves a alguien por la calle y está muy claro que busca algo. La mayoría seguimos nuestro camino, a no ser que nos pregunte, otros incluso si les preguntan. Sin embargo, una amable señora se le acercó y le preguntó si buscaba algo. Javier le preguntó por el nombre del restaurante, y ella se lo indicó. Así, sin más. ¿No merece un homenaje? Pues hoy, en Limerick, hemos comprado unos deliciosos bombones (golosos que somos), y después de pagar nos los hemos ido a comer fuera del local, bajo un sol raro que casi nunca sale en Irlanda. Y no habían pasado dos minutos cuando el dueño de la tienda se nos ha acercado para devolvernos 30 céntimos que le había pagado de más. ¿No es esto delicioso?
Hoy solo hemos hecho dos cosas: ir al Milk Market de Limeric, donde hemos probado una auténtica comida irlandesa, compuesta por morcilla, butifarra, salchicha, huevo, bacon y champiñones. Los irlandeses lo toman para desayunar. ¡Vaya desayuno! Nosotros hicimos un brunch, una comida entre el almuerzo y el desayuno que ahora está muy de moda en España. Lo que toda la vida se ha llamado un aperitivo, pero que hoy a algún iluminado se le ha ocurrido llamar brunch.
Javier estaba hablador. Nos pasamos el camino conversando sobre su trabajo. Me explicó lo duro que fue al principio, cuando aprendía a trabajar en el jardín del hotel de Tipperary, ¡él, que ni siquiera ponía la mesa en casa!. Se le ve más hombre, con más músculos, como más formado, e incluso con un poco de barriguita, supongo que por efecto de las pintas de cerveza. Se bebe una guinnes negrísima sin pestañear. Lo cierto es que tengo ganas de conocer el hotel dónde trabaja, pero aún nos quedan dos días de dar vueltas por Irlanda.
Por la tarde fuimos a Cliff of Moher, unos impresionantes acantilados de varias decenas de metros de altura. Yo bromeaba continuamente acercándome al filo del precipicio, y Javier se enfadaba. En realidad, sí que asustaba un poco. Después nos pusimos a caminar a lo largo de los acantilados, en dirección a un castillo que se divisaba al fondo. Y cuando nos quisimos dar cuenta caminamos más de cinco kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.
Viene bien una buena caminata después de tanto comer. De hecho, me acordé mucho del Camino de Santiago y aquel viaje con mi hijo. Le miraba, hoy, caminar delante de mí y lo veía hace tres años, más joven, menos maduro, más niño. Supongo que yo también he cambiado. Me he hecho más viejo, no sé si más sabio, pero estoy seguro que algo he aprendido en estos tres años. Es más, puedo decir que estoy en el mejor momento de mi vida, y eso está bien. Creo que ya tocaba.
Los acantilados morían en un mar bravío, lleno de espuma, un Atlántico peligroso, frío y rebelde, pero al mismo tiempo un camino de encuentros. Sí, me senté a contemplar el horizonte y comprendí que nos unía a todos. A unos miles de kilómetros, allá abajo, estabais vosotros: mis amigos, mi familia; a la izquierda, mucho más lejos, los amigos que nos leen en América. Y me sentí conectado.
Mañana regresaremos a la carretera y a caminar por estos bosques de carreteras sinuosas. Irlanda merece una canción…