Alex Nogués
Antes de empezar desearía advertir a los buscadores de consejos precisos que no lean lo que aquí escribo. Dicho esto, dejad que os hable de Tolkien. Todo el mundo conoce a J.R.R. Tolkien, y quien no lo conozca por su nombre si lo conocerá por su obra más famosa: El Señor de los Anillos, uno de los viajes literarios más intensos que jamás se hayan escrito y sin duda uno de los más influyentes en la cultura occidental reciente. Lo que menos gente sabe es que Tolkien era, antes que escritor, filólogo. Simultáneamente a como crecía su mundo de elfos, hobbits y orcos, construía idiomas con su propia sintaxis, su gramática, su ortografía y su etimología. La nueva mitología que Tolkien creó, creció sobre un universo de palabras. Cada palabra, cada nombre de ese universo esconde parte de la historia que no se nos explica. En las páginas del Señor de los Anillos se transmite una densidad especial. Cada frase resume miles que no se han escrito pero que están allí de alguna manera. Sin lugar a dudas Tolkien consiguió eso en primer lugar escribiendo solo una parte de un mundo gigantesco que habitaba en su mente y por otra, dotándolo de una metahistoria, concentrada en las palabras que lo definían, de modo que, sin ser nosotros lingüistas pero poseedores de la mínima experiencia que supone utilizar uno o más idiomas, la percibimos sin conocerla ni entenderla. Tolkien narró una historia y sugirió un universo y eso lo hizo con palabras que, con indiscutible criterio, se inventó.
Y ahora dejad que os hable de Stephen Jay Gould. Soy un hombre de ciencias, tanto de formación como de vocación. Estudié paleontología. De esa etapa de mi vida se han marchitado muchas cosas, pero guardo dos de ellas intactas: la capacidad de mirar un paisaje rocoso y explicar una historia, y una gran curiosidad por la naturaleza. Por eso quizás soy un ávido lector de libros de divulgación. Si tuviera que recomendar a un profano que leyera a algún divulgador científico, le diría sin titubear que leyera a Stephen Jay Gould. ¿Y ahora por qué hablo de esto? ¿Cómo saltar de Tolkien a Stephen Jay Gould? Aparte de que ambos fueron grandes escritores, así como Tolkien nos adentraba con sus novelas en un mundo fantástico inabarcable, Jay Gould, conocedor de una ciencia tan narrativa como la evolución de la vida, nos desgrana a través de sus ensayos un mundo real que nos resulta ajeno. Y, como Tolkien, lo hace a través de la sugestión y de la narración. En su caso la sugestión se encierra en los títulos de sus ensayos: «La sonrisa del flamenco», «La nalga del ministro», «La muerte antes del nacimiento, o el nunc dimitis de un ácaro», «No necesariamente un ala», «El pulgar del panda»…invitaciones irrenunciables al descubrimiento.
Y es que ciertamente las palabras, todas, encierran una historia. Tolkien lo sabía y utilizaba como parte indisoluble de su proceso creativo. Stephen Jay Gould condensaba su saber en títulos sugerentes que despiertan la curiosidad del lector, quedando claro desde el principio lo que se le viene encima: una historia sorprendente, en este caso un fragmento de la historia natural.
A mí me ocurre algo curioso. Un proceso inverso al que he intentado explicar. A veces unas pocas palabras se ordenan. Es como si se me revelara la chispa de una historia. Me aparecen títulos a lo Jay Gould podría decirse, pero sin tener ni idea de a lo que aluden. Sé que la historia está allí, las palabras tienen esa densidad tolkiniana, pero el microuniverso imaginado está por construir. Tengo una colección de títulos esperando el momento oportuno. Os pondré un par de ejemplos para clarificar el proceso.
En el desierto del Gobi, en los años 20, se descubrieron los restos de un dinosaurio junto a unos huevos originalmente atribuidos a otros tipo de dinosaurios, por lo que se supuso que se alimentaba de ellos y se le bautizó con el descriptivo nombre de Oviraptor (ladrón de huevos). Descubrimientos más recientes demostraron no solo que Oviraptor no comía huevos sino que además los empollaba. Aquellos esforzados progenitores comedores de moluscos continúan luchando hoy con la iconografía asociada a su erróneo nombre con el que, según las leyes de la nomenclatura científica, continuaran conviviendo mientras el hombre sea hombre. Delante de los restos fósiles de aquel pobre animal fosilizado sobre su nido, me asaltó un título «La paradoja del Oviraptor»…sé que tengo una historia que contar.
Cuando era pequeño iba a menudo al zoo con mis padres y ahora que soy padre voy a menudo al zoo con mis hijos. Sigue fascinándome especialmente una de las instalaciones: la del puercoespín. Una superficie semidesértica con unas cuantas matas de hierbas altas y un agujero en el suelo. En treinta y siete años solo he visto una vez al puercoespín. Quizás me fascine precisamente el no saber nunca si ese será el día especial en el que podré admirar de nuevo a la criatura. Un día -tierra y matas solamente- pensé que «En la madriguera del puercoespín» debían ocurrir muchas cosas. Sé que tengo otro buen título. Otra historia que se resiste pero que allí está, invaginada.
Y esto solo son dos ejemplos. Como os he dicho tengo una colección de ellos guardada como oro en paño. Sé que mi universo particular está allí acechando.
Escribimos palabras, y a la vez las palabras nos escriben a nosotros.
Busca tus chispas. Si no prenden, guárdalas. Algún día te sorprenderán.
El autor
Nació en Barcelona en 1976. Padre. Amigo, amante y marido. Geólogo de formación, paleontólogo de vocación, hidrogeólogo de profesión. El andar cansado de tanto logo en su vida y los hachazos de la crisis lo han llevado a dedicarse cada día un poquito más a lo que realmente le gusta: escribir. Fascinado por la literatura infantil, juvenil y de género fantástico, curiosamente ha publicado relatos de ciencia ficción en la revista Redes y el libro de fotocuentos La Cámara de Escribir, una propuesta narrativa experimental.
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Gracias por tu aportación. Ojalá me salieran a mí o tuviera la capacidad de imaginar títulos tan llamativos como los de Stephen Jay Gould.
Bueno…Stephen Jay Gould solo hubo uno. Lo importante es que «Ricardo Corazón de León» tenga su propia voz, sus propias chispas.