Bocados en el alma

Se sentó en la cama y miró a su alrededor. No había nada en aquella habitación que le recordase que había poseído un pasado, que hubo una vez gente con la que despertaba, con la que comía, con la que viajaba, su gente. Sintió una arcada pero no vomitó. Tenía tanto dentro que desenterrar que se sentía pesado, lleno de recuerdos negros, de momentos malos. Se levantó y se dirigió hacia la ventana, fuera estaba el mundo, un mundo al que ya no pertenecía, un mundo ajeno.

La angustia le presionaba en la boca del estómago, asfixiándole, estrujándole hasta dolerle el alma. ¿Qué había hecho? Todo había salido mal. ¿Cuándo comenzó a equivocarse? ¿Cuándo su camino se torció? Quiso llorar pero hacía tiempo que perdió la capacidad. Ni siquiera recordaba la última vez. En el espejo del baño la imagen de un hombre asustado le devolvía la mirada; sus ojeras, la piel pálida de su rostro, los labios temblando. Abrió el grifo, puso las palmas de las manos bajo el agua fría, helada, hirientemente helada, y se las llevó a la cara. El frío es bueno, el frío te hace sentir que no estás muerto.

Se sentó de nuevo y comprobó el reloj. Un segundo…, dos…, tres…, cuatro…, cuando llegó al minuto se cansó. El tiempo discurría lentamente, gastándose como una gota va muriendo al rodar por los azulejos. En su vida hubo risas, creía recordarlas, había pasado mucho tiempo pero existieron. En ese instante, como reflejo de aquellas risas, intentó componer de forma vacilante una sonrisa; arqueó los labios sin conseguir dibujar más que una triste mueca, el pasado pesa demasiado e impide atisbos de felicidad, aunque sea una felicidad artificial, construida a propósito para demostrarse a sí mismo que uno puede resucitar. Él no pudo. Lo intentó varias veces pero acabó por rendirse. Hace tiempo que se había rendido, ya no sabía cómo querer, cómo rescatarse, se hallaba perdido y no había cuerdas ni brújulas, ni siquiera gps, para escapar de su propio fondo. Y era un fondo oscuro, incómodo, un fondo del que todos habían huido, menos él, él era el único que no podía huir. Por eso se había quedado solo.

Se arropó con las sábanas, encogiéndose sobre sí mismo. En la mesita botes caídos, unas gafas que ya no le servían, un móvil descargado y una foto ajada de tanto manosearla. La tomó una vez más y la contempló con fijeza, al poco rato le picaban los ojos de mirarla sin pestañear. Allí estaba su pasado, enmarcado en un trozo de papel. Una vida en 10 x 15. Se la acercó a los labios y la besó, besó uno por uno a su pasado, besó su recuerdo, la memoria que de ellos aún persistía, y cerró los párpados. Estaba cansado, muy cansado. Un dulce sopor se apoderó de sus miembros. ¿Puede un hombre volar? La sensación de flotar fue apropiándose de su cuerpo. El dolor era un punto en un extremo del universo, estaba allí, lejos, lo veía sin reconocerlo como propio. Que cansancio. En ese instante quiso oír su propia voz, deseaba escucharse, saber que aún podía comunicarse, sin embargo de sus labios apenas escapó un murmullo por lo bajo. Se asustó. Pero era tan plácido estar así, mecido por tu sueño, ajeno a un mundo ajeno.

Ezequiel Teodoro, autor de El manuscrito de Avicena (www.ezequielteodoro.com).