Hace mucho tiempo que no escribo en mi blog. Tampoco en mi vida diaria. El trabajo en la editorial ha sido la excusa perfecta para no tener que hacerlo; no soy el primero que busca argumentos para no llevar a cabo algo que está obligado a hacer o necesitar hacer, pero que no se siente preparado para ello. La vorágine de los últimos dos años, los viajes y motivos personales me han alejado de aquello para lo que he nacido: escribir. Y no lo digo porque me crea bueno en esto de componer frases, sino porque en realidad es lo único en lo que me siento verdaderamente cómodo, como un viejo traje que parece desgastado por el tiempo pero que tras años se ajusta a tus medidas a la perfección.
Ayer asistí a una representación de la obra Bajo terapia. Seis actores muy conocidos mantuvieron al público riendo durante una hora y 40 minutos (la obra dura una hora y 50 minutos), aunque al final un cambio repentino, un giro estupendo de la trama, nos ahogó a todos, moviéndonos emociones diametralmente opuestas a las que había marcado el resto de la obra.
Un final duro. Duro por inesperado. Duro por injusto. Y me recordó a cierta etapa de mi vida. Una etapa dura, una etapa en la tenía que acudir a hablar con una desconocida y exponerme. Dura porque no hay nada más duro que verse a sí mismo en el espejo. Bajo terapia me divirtió mucho, pero me arrancó de cuajo del asiento y me volvió a enfrentar a mis fantasmas.
Vivimos en un mundo en el que no queremos pensar, un mundo de series infinitas que nos aislan de nosotros mismos, series que nos introducen en tramas complicadas de efecto perverso: la alienación. Cuanto más horas paso viendo la vida de otros, menos tiempo tengo para la mía. Y encontrar una obra de teatro que te agarre del cuello y te obligue a pensar es ciertamente una flor en un inmenso campo yermo. Aunque esa flor tenga espinas y ni siquiera sea una rosa.
El inteligente guión y la magnífica interpretación de actores como Gorka Otxoa, Manuela Velasco, Melani Olivares o Carmen Ruiz, nos llevaron por una montaña rusa con una única y inmensa subida que no hacía presagiar para nada el precipicio al que nos abocaría al final. Bien por el creador o creadora de la obra (parece ser una adaptación al castellano). Bien por la elección del tema. Bien por la cuidadosa manera de dirigirnos.
Los espectadores abandonamos el teatro compungidos, algunos con el brillo de una lágrima tintineando en sus pupilas, la mayoría callados. Duele el bofetón. Pero a esta sociedad, a mí, nos hace falta un bofetón, un buen bofetón de vez en cuando.
Si queréis saber más sobre la obra de teatro, aquí podéis encontrarla.