El ataúd presidía el gran salón. Los invitados se habían acomodado ante sus respectivas sillas, esperando el momento en el que el sacerdote diera comienzo a la ceremonia de despedida. La mujer de rojo se mordía los labios. Había temido aquel momento como quien sabe que algo irremediable se avecina, algo para lo que sabe que no hay posibilidad de escape. Se clavó las uñas en las palmas de las manos. Decían que el dolor era eficaz en aquellas situaciones, que te distraía, te hacía concentrarte en tu propia experiencia física y te olvidabas de tu alrededor. Sin embargo, no estaba funcionando.
El sacerdote se acercó al ataúd abierto y echó una mirada al muerto. La palidez de su rostro contrastaba con el colorido chillón de las coronas de flores y el oscuro del traje. Las manos, entrelazadas, recogían una rosa blanca, signo de pureza. El suspiro de una señora de la primera fila acrecentó la angustia del momento en los presentes. Todos conocían a su viuda. Era joven y aún bonita, muchos pensaban que se había casado con él por su dinero, aunque al poco de la muerte, descubrieron el profundo amor que ella sentía: sus ojos demacrados, sus desmayos, la debilidad extrema… La viuda parecía querer acompañarle en su último viaje. Y los asistentes se compadecían.
La mujer de rojo apretó aún más las uñas al oír el suspiro. También los labios. Debía, quería, anhelaba, pasar desapercibida. Al menos esta vez. Pero le iba a costar horrores resistirse a sus impulsos, como otras tantas ocasiones. Miró a su derecha: una joven de pelo negro y exuberante miraba fijamente al muerto con los ojos nublados por unas lágrimas colgadas eternamente de sus ojos. Ella tuvo que pisar con fuerza el suelo. Sabía que si se permitía caer en su costumbre, acabaría por ser repudiada por todos. Observó de nuevo a su compañera de banco y le retiró la mirada inmediatamente; si continuaba observándola, no podría aguantar.
Una música de violines, nostálgica, pesada como las despedidas, se deslizó a través de los altavoces hasta inundar el salón. No era el primer muerto al que daba el último adiós. Conocía el proceso. Cuando todos se sentaron, la mujer de rojo respiró aliviada, daba comienzo la parte más fácil. Y el sacerdote, aún con el último reflujo de la melodía de cuerdas retirándose de la playa de sus oídos, habló del muerto; de sus bondades, que él no conocía; de los familiares que lo despedían hasta un momento más feliz; del amor que hallaría en el seno de su Dios; del Dios del sacerdote, que seguramente no fuese el mismo que el Dios del muerto; de la resignación de quienes se quedan, que se resignan porque tienen que vivir.
Y a cada palabra la mujer de rojo se angustiaba más y más. Sabía que estaba por venir, que ya quedaba poco, que esas lágrimas, esas palabras huecas, esa escenografía de cartón piedra… no tardarían en provocarla. Y aunque volvió a hundir las uñas en las palmas de sus manos todo lo que daban de sí, era imposible que aquella oleada que sentía nacer desde el diafragma y que se expandía, rompiendo todas las barreras, no acabara por salir a flote.
El sacerdote se acercó al muerto y dijo:
—El pobre Migué…
Y la mujer de rojo estalló en una carcajada ancha y ruidosa.