Yo también soy Bridget Jones

Hoy es el primer día del resto de mi vida. Lo siento en el aire polucionado de la gran ciudad. Habrá quien crea que no es más que la fantasía de una treintañera que aún no anda muy segura en esto de la vida, pero a esos que les den. Como decía, hoy me he levantado dando un salto mortal, como dicen esos cursis de Hombres G, he desayunado unos cereales, porque hay que cuidar esos kilos, y me he dado un toque de maquillaje, suficiente para decir aquí estoy pero no demasiado para decir estoy buscando. Algunos tíos creen que eres un taxi libre cuando te arreglas un poquito. Y no es que yo necesite muchos arreglos, la verdad, pero no está de más un poco de ayuda, que hay mucha competencia.

Me he puesto la camisa de rayas azules, un buen canalillo para el primer día despistar; mientras se fijan en tus tetas no notan si metes la pata. Por suerte, los tios no cuentan con estos recursos. Saboreo el café mientras unto la tostada, el café de la Nespresso está buenísimo pero todavía no me he topado con George Clooney en ninguna parte, y es que los anuncios son una fuente de frustraciones. Porque, digo yo, a qué coño huelen las nubes cuando tienes la regla; en esos días en lugar de dedicarte a oler las nubes a una le dan ganas de darle una patada en los huevos al publicista que se le ocurrió la brillante idea, y de paso a unos cuantos tios más.

Al salir me encuentro con la vecina del abrigo de Desigual. Me ha mirado de arriba abajo en el ascensor, seguro que se preguntará a dónde voy a esta hora y con esta pinta. Por si acaso saco pecho. Que se joda, ella ya ha encontrado a su príncipe azul, calvo y con barriga pero príncipe azul al cabo. Ahora que deje a las demás, y es que algunas ni comen ni dejan comer.

Espero que en la nueva oficina haya algún buenorro. Estoy harta de trabajar entre tios babosos de poco pelo y gafas de pasta, solteronas que hace tiempo que han perdido las ganas y la ilusión de encontrar a su alma gemela, por llamarla de una manera elegante, y alguna que otra depredadora sexual dispuesta a subir en el escalafón a cualquier precio.

El metro va atestado. Mientras me sujeto en lo que puedo para no caer pienso en lo maravilloso que sería que se abriera un hueco entre tanta gente y allí al fondo un tío con la dentadura profiden y un culo perfecto me sonriese y me invitara a sentarme a su lado. Claro que eso nada más que le pasa a Meg Ryan, esa jodida terrón de azúcar famosa por hacer lo que todas hacemos alguna vez, muchas bastantes más: fingir un orgasmo. Y es que los tios son tan simplones.

Vaya, otro tío cantando en el tren. Y es que la crisis aguza el ingenio y la creatividad, el otro día una amiga que trabaja en una editorial de cierto renombre me contó que este año han enviado más manuscritos que nunca. Y, como yo le dije, si estás aburrido en tu casa todo el día en algo te tienes que entretener, ¿no escribió Cervantes parte de El Quijote en la cárcel? Seguramente si no llega a aburrirse nos quedamos sin tan insigne obra cumbre.

Es mi parada. La gente no respeta nada, entran sin esperar a que los demás salgamos como si estuvieran en el último día de las rebajas y tuvieran al alcance el vestido de su vida. Me apretó entre dos oficinistas, por la pinta se pasan doce horas al ordenador y ven a sus hijos dormidos, seguro que hasta poseen una acomodada casita en la sierra. Por fin consigo salir del metro, nunca me ha gustado el olor a goma que desprenden los pasamanos del metro, pero siempre es mejor eso que el vestuario del gimnasio. Vaya, uno de los tacones se ha enganchado con la reja de una alcantarilla. Quién inventó esta tortura seguramente odiaba profundamente a las mujeres o era profundamente homosexual, o profundamente las dos cosas.

No causaría buena impresión aparecer en tu primer día de oficina cojeando por culpa de un tacón traicionero, además las tiendas a esta hora no están abiertas, así que no tenía tiempo de comprarme otros zapatos y si hubiera podido no me daba la gana de gastarme cien eurazos. Por menos de eso no te dan ni las gracias en el Barrio de Salamanca, que era donde yo había conseguido felizmente mi nuevo trabajo. Se me ocurre una idea, con un tacón cojeo, sin ningún tacón vuelvo a caminar perfectamente, es una lástima pero los compré en un 2×1 de las rebajas.

Bueno, ahí está la puerta. ¿Estoy nerviosa? Estoy nerviosa. Entro en el portal, aquí hay pasta, cada pared y su revestimiento de mármol debe costar lo que toda mi casa. Y tiene espejos y todo. Eso está bien, una última ojeada al maquillaje y el peinado. El ascensor es antiguo, huele a pintura nueva pero no engaña, ha sido reformado ya unas cuantas veces. Tiene un silloncito muy mono para sentarse, ¿quién quiere sentarse en un viaje que dura cuánto, cinco, seis, ocho segundos? Estos ricos se gastan el dinero como si lo fabricasen ellos, y encima lo incluirán en la declaración de la renta como gastos deducibles. Ya estoy en el segundo, al salir al descansillo dos puertas, muy elegantes ambas, perfectas para un despacho de abogados, un dentista o un psicólogo, las profesiones liberales de moda. Con tanta crisis y tanto despido trabajar por tu cuenta se ha convertido en un valor en alza en estas profesiones, siempre hay gente con problemas legales, dolores de muelas o majareta perdido, de estos últimos diría que más.

No sé si llamar al timbre o pegar con los nudillos. Habrá quién piense que qué absurdo dilema me traigo, pero no tan absurdo. Llamar a la puerta con los nudillos dice por favor ¿están ahí?, y eso está bien para un primer día, mientras que pulsar el timbre significa aquí estoy yo, que es interesante para sentar las bases de lo que vales. Debería leer menos libros de autoayuda. Da igual, al final abren sin necesidad de que haga nada.

Allí estoy ya, en mi primer día. Me coloco bien la chaqueta y la camisa, el canalillo sigue ahí. Me dirijo al despacho de mi jefe muy segura de mí misma, con mis zapatos sin tacones, mi canalillo y una mirada de comerme el mundo, que para eso lo valgo. A mitad de la sala tropiezo, parece que no fue buena idea quitar los tacones, y caigo, corrijo rápidamente y me levanto, pero con tan mala fortuna que la falda se engancha con la rueda de una silla y acabo por quedar en bragas en mitad de mi nuevo trabajo. Buen comienzo.

Ezequiel Teodoro, autor de El manuscrito de Avicena (www.ezequielteodoro.com).