Lo siento

El anciano se detuvo ante la tumba. En sus manos una flor ajada de pétalos acartonados. Recorrió el ataúd con la mirada, qué bonito y qué sencillo, ella lo habría querido así. Despegó los labios con la intención de añadir unas palabras, no sabía muy bien qué pero todos esperaban que hiciera una especie de semblanza, al fin y al cabo era su esposa. ¿Y qué podía decir? Contempló la flor marchita, ella también se había marchitado, poco a poco, año tras año. El anciano no se percató hasta que no fue demasiado tarde, ahora se arrepentía de no haberla mimado un poco más, de no haber estado más atento.

Ahogó un suspiro cansado. ¿Qué puede decir uno de la mujer de su vida? No recordaba un solo instante en el que ella no se hubiera constituido en una pieza fundamental del puzzle de su existencia. ¿Ahora cómo seguiría adelante? Compuso una sonrisa triste y miró a su alrededor. Toda la familia se había reunido allí para ofrecer su último adiós.

¿Estaba nervioso? Sí, lo estaba. Quería decir algo grandilocuente, algo que todos recordaran pasados los años, una especie de homenaje a su compañera durante tanto tiempo. Pero allí estaba, de pie con una sonrisa lela en los labios entreabiertos y las manos temblorosas jugueteando con la flor que había comprado para ella, su última flor, la última de muchas, de miles, de centenares de miles. Rosas, azucenas, margaritas, nomeolvides… incluso crisantemos en una celebración cualquiera; aquel día ella se rió mucho, el anciano, en aquel momento el joven, no acertaba a comprender porqué. “Mi amor esto no se regala a los vivos” le dijo ella con una risa burlona. “A los vivos se les regala rosas” aclaró después haciendo guiños con los ojos. Ahora sí lo comprendía. Por eso sujetaba en las manos una rosa.

Decidió aproximarse uno o dos pasos al féretro. Si sus palabras no contenían la fuerza suficiente quizá el gesto le rodease de una aureola de respetabilidad, pensó. Tocó la madera del ataúd y luego se llevó los dedos a los labios. En ese momento se masticaba la tensa espera de quienes asistían al sepelio. Los ojos verdes del anciano, enterrados entre párpados amarillentos, buscaron un punto en la lejanía para detener su atención. Le avergonzaban las miradas de sus familiares. Ellos le observaban con admiración, qué entero, qué bien lo lleva, pobre hombre.

Lo que no sabían es que era el culpable, el único culpable de su desaparición. Al menos así se sentía él. Hubiera sido fácil darse cuenta a tiempo de la enfermedad que le corría las entrañas, de que ese bicho construía galerías y conductos en su interior hasta convertirla en un queso gruyer, hubiera sido fácil poner los medios, acudir a los especialistas, pero no lo hizo. Era más cómodo ignorar los pequeños síntomas, era más placentero observar todo desde el sillón de su casa sin pensar en el mañana, y ese mañana llegó, y llegó de la manera más inesperada.

Tenía la garganta seca. Se mojó los labios y volvió a suspirar. Qué complicadas son las cosas cuando uno está vivo, cuando estás muerto no; en ese estado no te preocupa nada, pero cuando estás vivo todo es enormemente complejo. ¿Cómo se puede ser feliz? Él se lo había preguntado a ella en una o dos ocasiones, y ella siempre le dijo que siendo se es feliz, sólo siendo. Él tampoco lo comprendió. Ahora sí, ahora que ella no era, ahora lo comprendía.

No quería que terminase aquello. Lo peor sería volver a casa, a esa casa de cajones vacíos de su ropa, a esa casa con un solo cubierto, a esa casa de amplia cama y enorme sofá, en la que su ausencia estará presente en cada objeto. Lo peor sin duda será regresar a una vida sin ella. ¿Por qué se fue? Uno de los familiares carraspeó para llamar la atención del anciano. Ya era la hora. Debía decir algo.

El anciano sonrió. “Lo siento”, dijo. Los asistentes al sepelio sonrieron a su vez, “no pasa nada, admitimos tu disculpa, ahora empieza” parecían replicar en su sonrisa contenida. Y el anciano dirigió su mirada al féretro y repitió “Lo siento”.

Ezequiel Teodoro, autor de El manuscrito de Avicena (www.ezequielteodoro.com).