La canonización

Aquella fue la más terrible de las noches que he vivido en este lugar, que es como decir la más terrible de las noches de mi vida. Yo corría hacia los establos bajo una lluvia violenta que se clavaba en mi cara y mis manos como pequeñas agujas heladas; el frío trepaba por mis piernas desde la arena mojada del patio; a mi alrededor decenas de monjes y campesinos se apresuraban a rescatar los ropajes y alimentos que aún permanecían a la intemperie. Sobre nuestras cabezas, los truenos crujían sin apenas intervalos. Sentía miedo, todos sentíamos miedo. Han pasado diez lustros, es verdad, pero aún puedo oír el gemido del viento de aquella noche en que encontré muerto al hermano bibliotecario.

Tenía los ojos muy abiertos, como si quisieran salirse de sus órbitas, el cuello amoratado y la boca desencajada. Me costó entrar en la celda pues estaba trabada con el cuerpo del monje, pero yo era fuerte entonces -a mis trece años medía casi dos varas y levantaba dos arrobas sin verme en un brete-. El sacristán me pidió que buscara al hermano para que se cerciorara de que la biblioteca no había sufrido daños, pero no lo hallé en el patio ni en otra parte, así que me presenté en su celda. Oí golpes en el interior. Luego silencio. Después vino todo lo demás: el cadáver, el prior amenazando con excomulgar a quien lo hiciera público antes de la canonización del padre Domingo –de tanta importancia para el futuro de la comunidad, como sabéis-, el hermano Francisco buscando un culpable con esas ínfulas que le venían de los libros de caballería, el obispo enojado con el prior porque, decía, no había manejado bien la situación. Fueron unos días verdaderamente endiablados. Vosotros, hijos míos, os lo encontráis todo hecho, pero, ¡ay de mi!, los hermanos que os antecedimos lo sufrimos en nuestras carnes.

Afortunadamente todo pareció calmarse el día de la canonización. Allí estaban el rey y la reina con sus mejores atuendos, allí los nobles de la más alta alcurnia de los reinos de Navarra, León, Castilla y Aragón. Allí pudimos ver al obispo de Zaragoza y no menos de diez sacerdotes y veinte acólitos. Fue allí, y no en otro lugar, en la iglesia desbordante de fieles, acicalada con majestuosos cortinajes, iluminada por decenas de lucernas y perfumada por grandes incensarios; allí fue, digo, cuando, en el mismo instante en que el obispo, Dios lo tenga en su Gloria, consagraba el pan de la vida, allí fue cuando el hermano Francisco prorrumpió en voces.

Y ante la voz imperiosa del monje el obispo calló y el templo quedó en silencio, y luego un murmullo de sonidos se desparramó como un río que crece y crece hasta hacerse una marea de voces. El rey levantó sobre su cabeza la palma abierta de su mano derecha, y como Moisés calmó las aguas del Jordán así se calmó la turba.

– Majestad, no hay incursiones moriscas ni cualquier otro peligro físico nos acecha –aseguró el monje a voz en grito-, mi intromisión se debe a un hecho más lamentable, que no es otro que la vileza que se pretende cometer entre estos sagrados muros.

Las palabras del hermano Francisco resonaron en las columnas, en los arcos y en las bóvedas. Una vileza, había dicho, y no se refería al asesinato del hermano bibliotecario, pues crímenes como aquel no eran tan infrecuentes: celos por amores consumados o no, poderes ambicionados, cosas menos comprometidas eran causa de males mayores. No, no podía referirse a la muerte de un simple fraile.

– Aquél a quien hoy vais a canonizar no era más que un impostor.

Algunos de los presentes no pudieron evitar una sorda queja, pero la mayoría guardó silencio, un silencio contenido cortado tan sólo por el llanto de una criatura en los últimos bancos y el tintineo metálico de un candelabro al caer. Lo recuerdo como si fuera ayer mismo.

Segundos después el obispo dijo algo, apenas le salía la voz.

– ¿Cómo? ¿Quién se atreve a hablar así?

Os aseguro, hijos míos, que nunca un hombre de Iglesia ha tenido que enfrentarse a tal situación

– Ilustrísima, perdonad mi atrevimiento. No podía permitir un sacrilegio entre estos muros.

El hermano Francisco abandonó su posición en los bancos reservados al clero menor, y avanzó tres pasos hacia al altar. Los guardias más cercanos al rey se llevaron la mano al cinto. El hermano sacó una bolsa de piel, extrajo algo y lo levantó en alto. Desde donde yo estaba no lo podía ver.

– Este documento es un acta del Santo Oficio. Prueba que el padre Domingo no era quien todos creíamos conocer, sino un cristiano nuevo huido de sus mazmorras.

Algunas voces se levantaron en contra, varias mujeres gritaron.

– El hermano bibliotecario lo sabía. Y por eso lo mató el prior.

Creo que el clamor fue unánime. Incluso yo mismo me vi arrastrado.

Todos conocéis el final. Estos arruinados muros y estas harapientas prendas y esta mesa vacía lo atestiguan. Pudimos ser grandes, y bien hubiéramos servido a Dios en estos tiempos de superchería y blasfemia, pero ahí estaba la decencia de uno de entre nosotros; he ahí el ejemplo, hijos, de que el bien de la comunidad está por encima de todo, incluso de la verdad.