Historia de un mundo nacido al amparo de mi alergia en la mañana de un lunes

Los lunes constituyen, desde luego, el peor día de la semana. La oficina se manifiesta como un habitáculo ajeno y rutinario, fría del vacío que instauran sábados y domingos, fría de abandono, como si los inquilinos habituales cedieran su calor corporal con su presencia y, por tanto, este calor se disipara irremediablemente en su ausencia.  En esa jornada de avance perezoso y pausa imprecisa, en la que el contorno de las obligaciones se emborrona, la nimiedad de los detalles adquiere sentidos antes no percibidos mas no por ello menos reales.

Hoy una de aquellas particularidades vino a perturbar el sosiego ritual que circundaba mi espacio vital –una mesa sin personalidad y una silla de piel verdosa y desgastada-. Blanca, redonda aunque ligeramente achatada, excelentemente visible en el contraste de la madera, visceral en su pasión por aferrarse al mundo e indómita en su rebeldía al negarse a ser ahuyentada.

Una mota de polvo.

Insidiosamente presente sobre la vasta superficie del tablero de la mesa a pesar de rascar, soplar y sacudir. ¿Por qué esa resistencia a desaparecer? Sentía el acoso mudo del diminuto elemento, que parecía suspendido, y con él todo en derredor. Quizá dos ejemplos bastarían para desechar tal idea. El bolígrafo. ¿Seguía en el lugar que le correspondía? Allí continuaba, pero su posición era diametralmente distinta: la acerada punta se dirigía imperturbable hacia el blanco objeto, quizá magnetizada por el nuevo norte. El ratón, una segunda opción que permitiera aferrarse a la contundencia de la razón, no era menos culpable, pues pese a mantener sus ocultos pies enraizados a la mesa, su elegante diseño parecía amoldarse a una nueva distribución para acabar señalando a la mota como única protagonista de su existir. Es más, los papeles -menos puros aún por su naturaleza cambiante según los garabatos que los recorren- se deslizaban con constante determinación hacia idéntico eje.

Yo mismo, puede que furtivamente pero de la forma más consciente que un ser humano puede sentir, constataba esa fuerza en mi piel. ¡Qué podía hacer! Mis células renegaban de mi raciocinio y ondeaban la bandera de la independencia, una independencia ficticia toda vez que ya habían sido sojuzgadas por el enemigo. ¿Había sido mi descubrimiento de su existencia lo que le había proporcionado tal poder? Sólo a Dios –uno cualquiera de los dioses que trampean con el curso de la historia- le era permitido crear de la nada. ¿Y yo lo había hecho? ¿Era yo Dios?

El punto blanco parecía burlarse de mis disquisiciones.

No. No podía ser un dios creador. Tal vez un dios vengativo pero no un dios creador. ¡Qué iba a ser!, si mi inquina no hacía más que acrecentarse, mi bilis burbujeaba de amargor y la úlcera se rompía para excretar el mal humor de mi sangre. No podía ser un dios creador.

Sin embargo, ahí estaba la mota. Redonda en su expresión, ampulosa en sus relaciones. ¿Era la misma? ¿No son todas la misma?

Tal vez, convirtiéndola en un centro gravitatorio había alterado las leyes físicas, y ahora, desplazado el sol, ejercía su influencia sobre todos los cuerpos, celestes o terrestres, que conjugaban sus movimientos a partir de su presencia y maquinaban sus acciones en base a su existencia. ¿Puede ser que mi posesiva atención hubiera creado un agujero negro de tamaño microscópico?

Me acerqué para observarla mejor. Y en mi aproximación preventiva no medí las consecuencias, pues mi consciencia se vio arrastrada. Sin aliento, ordené a mis párpados que me ocultaran la vergonzosa rendición.

El lugar era agradable. Mullido, cálido, luminoso, amniótico en las sensaciones.