Diego Pérez
Mi primera intervención en este proyecto que comanda con maestría Ezequiel Teodoro tuvo la intención de dejar claro que la precariedad de medios o la carencia de alguna vinculación con lo que se viene denominando “mundo literario”, no tiene porqué mellar nuestro ánimo para contar las historias que martillean nuestra cabeza. Recordad la dignidad con que revestí al retrete como cuna de nuestra más íntima creatividad
Bien, pues en esta nueva entrega me gustaría romper una lanza a favor de la frustración, o mejor, a favor de cómo sobrellevarla con la mayor dignidad posible. Puede parecer un contrasentido que primero quiera animar a escribir a todo aquel que sienta la necesidad de contar algo, aun sin medios técnicos o preparación facultativa alguna, y ahora quiera ahondar en la frustración del potencial escritor. Pero con independencia de que la base sustentadora del ordenador sea una mesa de caoba que calce su cojera con sobres suizos o la tapa de un retrete, esta frustración llegará de un modo ineludible, y contando mi propia experiencia pretendo que el desánimo que este hecho pueda conllevar no impida que se desarrolle la creatividad que cualquiera de nosotros llevamos dentro. El escritor ha de saber convivir con el naufragio, debemos sobreponernos y levar anclas nuevamente cada vez que una tormenta de críticas, o un mero vaivén, nos desmorone la historia en la que habíamos volcado toda nuestra ilusión.
Terminado tu cuento, relato o, para los más arrojados, novela; se lo entregas a leer a alguien al que, hasta momentos antes de ofrecer la sinceridad que le exigiste, apreciabas y en cuyo criterio confiabas a ojos cerrados. “Está bien, pero… ¿quién es ese tal Román que aparece al final?”, pregunta tu primer lector con la audacia que sólo la ignorancia puede proveer. Tú nunca hubieras sospechado que ese en quien tan ciegamente confiaste tuviera tal falta de sensatez. Le recoges entonces los folios con un notorio ademán hosco e incluso le lanzas algún inoportuno improperio: “¡O no tienes ni idea de literatura, o no le has prestado ni la más mínima atención a mi manuscrito!”. A lo que te encuentras con una respuesta lógicamente airada: “Es que te has enrollado describiendo unas nubes preciosas, pero a los personajes ni los tocas, parecen todos igual, y este tal Román…”.
Es lo malo de confiar tu excelso trabajo a ojos legos, les es imposible apreciar tu calidad narrativa. Bastante cabreado tomas la determinación de arrinconar aquel trabajo y continuar tomando notas para tu próxima obra. Al cabo de unos cuantos días rescatas el manuscrito de aquella fosa común en que se convertirá tu escritorio y comienzas a releerlo con la suficiencia del creador sobre su obra. Poco a poco vas descubriendo que allí ha tenido que haber intervención exógena, tú no has podido escribir aquella sarta de descripciones absurdas. Pero no, de pronto empiezas a tomar consciencia de que tu magna obra adolece de un exceso de imágenes incoherentes con la trama; ahora llega el momento más doloroso para cualquier creador: ¿borrar?; no, ese será el segundo, el primero es tener que pasar el mal trago de arrastrarse cual babosa suplicante ante tu seguro amigo (aquel primer lector al que humillaste tras su sabio consejo), pedirle perdón por tu ensoberbecida reacción y suplicarle que retome aquella paciente actitud para contigo y tus escritos. Después, llega el momento de comenzar con la merma. Aquella descripción tan minuciosa en que cada hoja de cada árbol de aquel frondoso bosque merecía su apellido, o el retrato que plasmaste de cada una de las gotas de agua con que una tormenta vespertina confirmaba el final del estío, con mucho dolor de tu corazón habrán de quedarse en un: “Llovía en el bosque”.
Creo recordar oír decir a mi siempre admirado, y nunca suficientemente ponderado, don Mario Vargas Llosa, que la herramienta más utilizada por cualquier escritor ha de ser el borrador. Bien amigos, intentemos parecernos a él al menos en eso, perdamos miedo a borrar, desvirguemos ese borrador gazmoño que espera con mojigatez que nuestra decisión le convierta en esa herramienta útil y en definitiva creativa que hará de nuestro trabajo una obra más ligera y de mejor comprensión por el posible lector. Todo aquello que nos parezca superfluo con total seguridad lo es. Borra, relee y, si es necesario, que seguramente lo será, reescribe; hazlo sin miedo a perder un trabajo que te resultó costoso. Cuando le entregues el manuscrito a aquel buen amigo para que lo relea, encontrarás en sus nuevas críticas los ánimos que te harán continuar en esta gratificante actividad que finalmente es la escritura.
Espero que en este post no echéis de menos la herramienta que he tratado de defender, no con vehemencia, pero sin con moderada pasión (si ésta puede ser alguna vez moderada). En mi próxima entrega intentaré convenceros de la necesidad de utilizar los eufemismos, incluso con exageración, para hacer que la lectura de vuestro escrito sea más amena.
Biografía
Diego Pérez Carpeño nace el año 1965, en Madrid. Tras un efímero paso por la escuela comenzó a trabajar en un pequeño negocio familiar apenas iniciada su adolescencia.
Con la formación autodidacta que su afición por las lecturas más diversas le procuró, fue conducido a su actual pasión por la escritura de un modo un tanto azaroso, cuando una buena amiga le planteó la posibilidad de plasmar en un libro las experiencias que su profesión de taxista le había procurado en los últimos veinte años. No solo aprovechó aquella oportunidad, sino que desde entonces quedó enganchado al teclado de su ordenador de un modo apasionado.
Después de la publicación de su primer libro, “Anécdotas de taxistas” (Ediciones Cúpula y Círculo de Lectores), siguió escribiendo relatos (entre otros: “Mefisto y la maldición del viento”, finalista en el concurso de cuentos “Encuentro entre dos mundos”, en Ferney-Voltaire, Francia) con los que colabora en Liebanízate, página de interés cultural y social.
Su última novela, “Guillotina para títeres”, a la espera de su pronta publicación, es una crítica sobre el actual estado de la sociedad, con el humor como base sustentadora. Otros proyectos literarios, aún en fase embrionaria, sigue compaginándolos con su trabajo de taxista de Madrid; profesión con la que, asegura, sólo se enriquece su cuenta de experiencias humanas, eso sí, de un modo sustantivo.
jajajaj, me ha encantado el post. Enhorabuena. Me he reído mucho. Sí, hay que podar y limpiar, para quizá, desde ahí encontrar el ansiado tono y entender o, mejor dicho, averiguar qué queremos decir. Flannery O’connor decía: «No escribo para pensar, sino para saber lo que pienso». Muchas gracias por el post.
Muchas gracias por tu comentario, Lourdes. Lo cierto es que más allá de ofrecer consejos (circunstancia en la que nunca me encuentro cómodo) lo que pretendo con estos post es hacer pasar un rato agradable a los posibles lectores. Contigo parece que lo he conseguido, lo que me congratula y da ánimos para continuar en la tarea. Insisto, muchas gracias.
jejejej, sí, me lo he pasado bien. No hay nada mejor que reírse de uno mismo, hay que quitarle hierro al ego, jejejej. Gracias a ti.
Me alegro Lourdes de que nuestros consejos te ayuden, por lo menos, a sonreir. 🙂
Si escribo basura, necesito que alguien me diga que escribo basura, porque el peor insulto para el escritor es la indiferencia, el silencio, el conformismo.
Estoy de acuerdo.