El Manuscrito de Avicena


El Manuscrito de AvicenaBujará (Persia). Año 999.
El médico persa Avicena, Ibn Sina en su lengua natal, escribe con firmeza sobre un pedazo de piel. Al acabar, levanta la barbilla y sonríe a las decenas de miles de libros que le rodean en la Gran Biblioteca. Ha terminado su obra más brillante. Y también la más peligrosa. Resopla cansado por el esfuerzo. Han pasado dos largos años desde que entró por primera vez en la biblioteca. Aún recuerda aquel día.
Ibn Sina se sentó con las piernas cruzadas frente a los tres grandes arcos de ladrillo, acomodó sus manos sobre la fría arena del alba, cerró los ojos y se concentró en sus propios latidos. Las cambiantes dunas del desierto y el sonido apagado de la soledad se desvanecieron en tanto que, en su mente, el acompasado latir iba atenuándose perezosamente a lo largo de segundos, minutos y horas, hasta casi detener su incesante ritmo cuando el sol alcanzó su cenit. Había llegado el momento.
— Hermano, ¿estás preparado?
Ibn Sina abrió los ojos. Un hombre de barba greñuda y túnica desaliñada esperaba a resguardo del sol bajo los tres inmensos arcos.
— Alá, el Misericordioso, ha abierto mi mente. Sí, hermano, estoy preparado.
El anciano se rascó las nalgas.
— Muchos antes que tú se han presentado ante mí y se han marchado sin penetrar en este recinto. ¿Qué te hace pensar, hermano, que en esta ocasión será diferente? — Ibn Sina se removió inquieto— ¿Acaso eres mejor que ellos?
— Hermano, ante Alá todos somos iguales. Sólo que…
— ¿Qué?
— Alá me ha concedido un don. Puedo desentrañar los malos humores del cuerpo y acertar con sus remedios.
— Otros sanadores vinieron también —advirtió el anciano mientras se rascaba la oreja izquierda con fruición—. Es verdad que ninguno de ellos curó al emir, pero aún no sé si estás preparado muchacho.
— ¡Muchacho! ¿Crees, anciano, que mi edad supone impedimento alguno?
— ¿Qué edad tienes? ¿Diecisiete, dieciocho? ¿Sabes cuánto han esperado otros para pisar el sagrado suelo de la Gran Biblioteca de Bujará? Treinta años, treinta años —Ibn Sina presionó las palmas de las manos contra la arena caliente—. Te repito, ¿crees que eres mejor que ellos, que cualquiera de esos sanadores? —Al médico le temblaban los labios—. Vamos muchacho, no tengo todo el día. ¿Eres mejor? ¿Eres el mejor sanador? ¿Eres digno de recibir el conocimiento que hay tras esta puerta?
— Sí, sí lo soy. Lo soy, lo soy, lo soy.
El anciano sonrió.
— Levántate. Sólo quienes desnudan su alma son merecedores de alcanzar el conocimiento.
Instantes después, Ibn Sina atravesó la triple arcada de la mano del anciano y se adentró por la vereda de un jardín colmado de sauces llorones de frondoso ramaje, higueras cargadas de su dulce fruto, que despertaron en el médico recuerdos de frescas noches en casa de sus padres, cerrados rosales con capullos rosados, blancos, malvas y rojos, níveas orquídeas de alto tallo. Sus pies caminaban sobre un lecho blando de pétalos y sus ojos se detenían en los granados, almendros y naranjos que bordeaban el camino para ofrecerle sus ramas preñadas. A su alrededor ríos de agua cristalina recorrían pequeñas acequias.
Los aromas se sucedían unos a otros, mezclándose en efluvios dulces y frescos, en algún momento con toques reconocibles de limón, naranja o melocotón. Junto a geranios encarnados, en los rincones mejor escogidos, descubría bancos de cedro rojizo que le invitaban a detener su paseo para recrearse en el paisaje.
— ¿Es acaso éste el jardín de Alá?
— No te demores en este lugar, hermano. Hubo otros que escogieron esos bancos que ahí ves y jamás pisaron el suelo sagrado de la biblioteca —le avisó el anciano al tiempo que señalaba hacia una puerta de doble hoja y varios codos de altura a unos pasos de dónde se encontraban.
La puerta, de oscuro roble, poseía un relieve delicado. La pared en que se enmarcaba había sido revestida de mármol rosado, difícil de localizar en estas latitudes y más difícil aún de trabajar por su fragilidad. Sobre el mármol una frase inscrita con esmerada caligrafía: He aquí la fuente del conocimiento. Entra y sacia tu sed.
Ibn Sina y el anciano se detuvieron.
— Ha llegado tu momento, hermano. Pasa y sáciate.

Madrid (España). Año 2011. El médico español Simón Salvatierra recibe una terrible noticia: su esposa, Silvia Costa, ha sido secuestrada por Al-Qaeda mientras investigaba un manuscrito milenario.
Tras recorrer toda Europa desde Madrid, Salvatierra llega a San Petersburgo y se encuentra con la cruda realidad. A su lado el agente del CNI Javier Dávila le mira expectante. ¿Qué hacemos? parece querer decirle. El doctor tomó la tarjeta de memoria que Silvia había escondido para él y se la entregó.
– Veamos qué esconde esto.
Javier ya lo había intuido. Sólo podía contener una cosa: la guía, el mapa para encontrar ese manuscrito que reclaman tan insistentemente los terroristas. Sin ese documento la vida de la esposa de Salvatierra no vale nada. ¿Qué es? ¿Por qué lo quieren?
Ante ellos se desplegó un pdf. Era un libro escaneado con una portada de color tierra en un tono parecido al cuero viejo. El interior contenía una serie de dibujos con detalles en verde, azul y rojo, e inmensas letras con curvas, lazos, vueltas y revueltas algo cargantes por todos lados, o eso le pareció al médico, que no era experto en la materia. Su autor puso considerable tiempo y esmero en la caligrafía.
Lástima que no dispongamos del original, lamentó el agente. Javier hubiera preferido sentir en sus manos la textura rugosa del papel, seguramente confeccionado con piel de cordero, y extasiarse con los olores añejos que debía desprender un documento de esa antigüedad.
‘De cuando Dios se levantará para convertir la espada en pan de vida y el odio en amor’, ese era el título del libro. Un historiador pensaría que se trataba de un libro sumamente extraño para haber sido escrito en Burgos, y más concretamente en el Monasterio de Silos, a pocos kilómetros entonces de una frontera levantada en armas para contrarrestar la invasión de los sarracenos.
No importan el accidente que casi les costó la vida por dos veces, el encuentro con los agentes del MI6 y los terroristas en el Hermitage, ni siquiera el intento de asesinato del médico a manos de esa lunática. Ahora comienza la verdadera aventura, pensó ansioso Javier.