El desahuciado que vende libros en la calle por no mendigar

Chimo1Cuando lo encontré en la puerta del metro, vendía libros de segunda mano en la acera. «¿Y esto?», quise preguntarle pero no me atreví. Él, sin embargo, pareció entender la pregunta en mi mirada, y encogiéndose de hombros me soltó «no quiero mendigar, prefiero vender historias». No dijo libros, sino historias. Y lleva cinco años tirado en la calle vendiendo historias, como él dice. Libros que han pasado por segundas, terceras y cuartas manos pero que alguien aún puede aprovechar.

Le gusta leer; desde que tuvo uso de razón siempre andaba con un libro en la mano y un día, ante el inminente desahucio de su modesta vivienda, el primero de ellos, encontró en los libros también su salvación, al menos una modesta salvación. Hoy, aquel día que lo encontré, aún no había vendido ningún ejemplar.

«¿Y cómo los compras?», me atreví a preguntarle. «Algunos me los regalan, otros los compro a libreros de viejo». «¿Y da para vivir?». El hombre me miró con un punto de ironía. «Hijo, de los libros hoy no vive nadie». Dijo nadie y ese nadie se me clavó en el espinazo. No sabía que yo escribía. Tampoco hacía falta.

Saqué un billete del bolsillo y se lo tendí (da igual de cuanto fuera) pero lo rechazó con un gesto y desvió la mirada hacia los libros. Yo seguí también su mirada. «No mendigo, vendo historias» oí en el interior de mi cabeza. Y de pronto me sorprendí a mi mismo acercándome hasta el improvisado tenderete y rebuscando entre los libros que allí esperaban para ser leídos.

Muchos estaban ajados de tanto uso, alguno sin embargo no había tenido tanta suerte, ya fuese por malo o por cosas del destino, y aún permanecía cubierto por un plástico. Paseé la mirada y también los Chimo2dedos, y oculto entre otros más modernos y también más nuevos, descubrí una edición a punto de resquebrajarse de Los Miserables, de Victor Hugo. Los Miserables, muy apropiado para esta calle de libros de segunda mano, para este hombre desahuciado que no mendiga pero que vende libros ya leídos, para este tiempo de miserables de miseria y miserables de codicia. Sin pensarlo dos veces, le volví a ofrecer el billete y entonces lo cogió con una sonrisa.

No se si aquel día compré el silencio de mi conciencia al pagar por ese libro que ya había leído. Pero, al menos, conseguí que un día más este librero de la calle siguiera vendiendo historias, y no mendigando.