Diario de un cuarentón con un hijo en Irlanda. La despedida.

Se dice que las despedidas son forzosamente tristes, aún más cuando se trata del escenario de un aeropuerto o estación de tren. Miras a izquierda y derecha, y ves a padres despidiéndose con pesadumbre de sus hijos, a novios abrazando a sus novias en un intento de que aquel abrazo les dure hasta la vuelta, a amigos que entrechocan sus manos en actitud pretendidamente despreocupada, aunque se les presiente un inicio de lágrima traicionera. Sí, las despedidas son tristes. Pero es más triste la vuelta a casa, donde nadie llena el hueco de aquel hijo, novio, novia, amigo, padre, que se ha marchado.

Comienza el viaje.

Comienza el viaje.

Sin embargo, uno no lo ve venir porque nadie nos enseña a despedirnos. Y cuando llega el momento, ya pasó.

Pero todo comenzó mucho antes.

Hace unos meses empecé a vivir con mi hijo de nuevo. Sí, como lo leen, volví a vivir con mi hijo. Él tiene veinte años, ya pronto, este mismo mes, veintiuno. Yo me había separado hacía unos años, y hará pocos meses que me mudé de ciudad. A mis hijos, tengo dos, los veía con toda la frecuencia que podía, nunca suficiente, pero al menos una o dos veces al mes pasaba varios días con ellos. Con el mayor, este de veinte años, nunca me llevé demasiado bien. Quizá no lo entendía porque era demasiado parecido a mí, y yo he cometido tantos errores en la vida, o al menos solo veía esa parte de mí, que no quería que él los cometiera. Es normal que un padre no quiera que sus hijos transiten por el mismo camino que uno recorrió si tropezó con muchas piedras. Es normal, y también un error, porque los hijos deben seguir el camino que elijan, incluso el que sus padres utilizaron, para poder caer con otras piedras. Pero los padres somos a veces demasiado protectores.

El caso es que mi relación con él desde su adolescencia se volvió tensa, a veces incluso rígida. Discutíamos, y cuando no discutíamos, callábamos. Desde sus trece años creció en una especie de silencio, de mundo interior del que solo emergía para ir al instituto o con sus amigos. En casa su cuarto era una puerta cerrada. Y al principio traté de evitarlo, quise lograr con la fuerza lo que no se podía lograr ni con todo el diálogo del mundo. Necesitaba su tiempo. Después dejé la puerta cerrada, más por cansancio que por respeto, lo confieso.

Y pasaron los años en una guerra fría de encuentros en dos trincheras distintas, que sorteábamos únicamente en nuestro restaurante favorito, donde el sushi y su teléfono móvil hacían de muro de contención.

Pero, como decía, pasaron los años, mi separación y cambio de ciudad, y tras unos meses por fortuna mi hijo decidió venirse a vivir conmigo. La relación poco a poco había cambiado semanas antes de que aquello sucediera; una noche con unas copas de más y una cajetilla de tabaco vacía, por su parte, pues yo no fumo, nos confesamos los miedos que nos separaron. Él abrió una compuerta que hacía años que había cerrado para mí y dejó desbordar sentimientos, frustraciones, deseos, recriminaciones, exigencias, miedos, también amor. Yo me limité a oír sin juicios y le entregué alguna que otra disculpa por mi parte en esta guerra de generaciones que padres e hijos acostumbran a vivir. Es el curso natural de la vida.

Con veinte años me reencontré con un hijo que creí perdido, y él halló a un amigo, más que un padre, que le tendió la mano. Desde entonces hemos ido trabajando por destruir muros y construir puentes; y reconozco que no ha sido fácil, pero estos meses juntos, con baches, subidas y bajadas, me han permitido acercarme a él como jamás hice antes.

Y un día se me ocurrió la idea: Javier, tienes que irte fuera. Estás en la edad justa para adquirir experiencia de vida. Viaja y conócete antes de encontrar tu vocación. Al principio debió pensar que me quería librar de él, pero a medida que pasaron los días encontró que se trataba de una buena oportunidad. Buscamos páginas de internet con información, y después él contactó con distintas granjas de Irlanda donde podría trabajar por cama y comida.

Yo estaba contento. Al fin y al cabo estaba haciendo lo correcto brindándole una oportunidad que seguro que en el futuro me agradecería. Y así era hasta hoy. Esta mañana me despedía en el aeropuerto, ambos con un ligero abrazo, de esos que disimulan la incomodidad de mostrar tus sentimientos ante extraños, sobre todo si eres joven. Las despedidas son tristes. Pero es más triste regresar a casa y entrar en una habitación vacía llena de recuerdos.

Claro que me entristecí, aunque solo un momento. Entonces me puse en su lugar, me vi al otro lado de los arcos de seguridad del aeropuerto, como a él lo había visto poco antes, y sentí sus nervios, su alegría ante la aventura que comenzaba, ¡qué momento más emocionante! Y me alegré por él, por todo lo que le esperaba.

¡Primera llamada desde Dublín!

¡Primera llamada desde Dublín!

Ahora acabo de hablar con él por skype. Iba en el autobús que le llevaría desde Dublín al pueblo donde está la granja-hotel en la que trabajará, y se había conectado con el wifi del autobús. Me enseñaba todo a través de la cámara con la emoción de un niño la mañana de Reyes.

No, no he perdido a mi niño. He ganado a un amigo que, por muy lejos que esté, mantendrá el cordón que nos une. El amor es permitir que el otro vuele solo si es lo que desea, aunque tu te quedes mirando desde el suelo como él remonta el vuelo.

En los últimos años muchos padres hemos visto como nuestros hijos vuelan lejos porque no ven futuro en este país que se llama España. La crisis y la mala gestión de los gobiernos ineptos que hemos sufrido en todas las administraciones nos han dejado en un lugar del que ansiamos escapar como sea. Javier es uno de los miles de jóvenes que no sabemos si algún día tendrán cabida en nuestro mercado laboral. Ojalá que sí, ojalá que padres como yo puedan ver a sus hijos regresar pronto.